Carne
Para cogerte siempre hubo tiempo.
Dentro de todas esas cosas,
ponerte en el cielo,
examinarte como anomalía
de lo cotidiano y lo horrible.
Siempre hubo fuerzas y ganas
de acabar contigo,
de despedazar cada línea.
Que de ti no hubiera nada,
sino una masa que untar
en mi corazón amoratado.
Dentro de todo siempre hubo cómo.
Aún cuando no había en mí nada,
ni ganas de nada,
hubo potencia para respirarte
de nuevo.
Y es que tú sabías,
de algún lugar lograbas,
sacarme el aliento,
de un cajón que tú encontrabas.
Y solo tú tenías la llave
que me abría nomás para que me cerrara
en seco, y te matara.
Te encantaba morirte entre
mis serenas ansias de matarte.
Me hubiera encantado matarte,
agarrarte a mordidas la vergüenza y el peso.
Bordes entre el mío y el cuerpo tuyo,
y te detenías al tiempo.
Embarraba en tu piel y cara
la humedad.
El cuerpo se te aflojaba.
El alma se te iba de puro espanto
y te la sostenía entre mis manos,
bien, para que no se te fuera para siempre.
Así nos la vivíamos,
contigo muriendo y resucitando.
a mi antojo, volando por el aire,
sin la piel, sin nuestro cuerpo.
Después me odiaste.
Fuiste a morir
por otros lados,
en otros brazos que no importan,
porque sé que sigues muriendo a voluntad.
Y yo sigo matando por impiedad y sequía,
por inercia a la muerte, como tú,
al poner el cuerpo a sus orillas
para que laman tu brillo nacarado
las asesinas mareas.