Con pronóstico de lluvia
Hay en la lluvia amén de un sabor a melancolía, un olor a esperanza que nos da señales de cambios venideros y, también, cuando las gotas azotan sobre las casas, un retroceso a aquella hermosa juventud que permitía andar entre los caudales que barrían con la ciudad. Las horas bajo la lluvia, me acuerdo bien, sabían a segundos, y los charcos lodosos se pintaban cual truculentos trampolines que demandaban atención.
Estoy seguro de que no hay persona en el mundo, por más anciana que sea, que no haya pasado una tarde bajo la lluvia, ya sea jugando, o simplemente siendo espectador de su encanto. Todos hemos reído, llorado, besado, corrido o bailado bajo la lluvia, azuzados, quizás, por la libertad que trae consigo cuando nos visita. Pero ahora que soy mayor me doy cuenta de lo triste que es despedirse de los privilegios que otorga la juventud; ya no podemos pasar ni unos segundos bajo la lluvia por temor a un resfriado. Huimos de nuestra mejor amiga y la vemos caer debajo de un paraguas, recordando que, en otro tiempo y en otro lugar, nos dio momentos que ahora sólo son añoranzas. Lo sé muy bien, porque cuando crecí, dejé de salir de casa sin antes consultar el pronóstico del clima, pues este es tan caótico que, sin importar lo caluroso del día, la lluvia puede llegar sin anunciarse y entonces sí, arruinarnos los planes.
Recuerdo que fue una mañana, cuando mi hijo me había pedido llevarlo al parque, que llegó la lluvia y él, en lugar de entristecerse, se alegró. Se alegró porque, a pesar de la lluvia, el sol siguió afuera y formó un colorido camino que atravesaba el cielo. Mientras veía cómo las gotas se deslizaban por esa resbaladilla de colores, hizo el descubrimiento del siglo: “Papá, papá, ¿te das cuenta de que cada gota de lluvia puede ser un alma?”.
Me fue imposible darle una respuesta adecuada, no por falta de interés, sino por tan osada conjetura. Mi tardía reacción, propia de todos los despistados, fue preguntarle: “¿Un alma?”. “Sí, papi; las almas de los que ya se fueron al cielo, así como mi otro papi”, aclaró con voz entrecortada antes de zambullirse con sus botitas moradas en un charco que se formaba en el pasto.
Pese a las claras instrucciones de su pediatra de que debía guardar reposo, no lo detuve. ¿Cómo podría haber hecho eso? Era la primera vez en varios días que se animaba a salir de la cama. Desde que su otro papá se había ido, yo no había podido seguir con el papel del papá estricto. Lo dejé que se pusiera las botitas que su papi le había comprado en el último viaje familiar que hicimos.
Sabíamos —su papi quizás mejor que yo— que las esperanzas eran nulas, pero lo intentamos: consultas, medicamentos, tratamientos, especialistas, hospitales… no era justo. No era nada justo que, después de luchar por tantos años para que llegara a nuestras vidas, ahora nos pasara esto. Cuando la ciencia nos falló, me acerqué y le pedí, luego le rogué, y al final le exigí, pero nada… Dios (o como sea que se llame) todopoderoso, no respondió a mis preguntas ni a mis deseos. Y ni siquiera eran sobre mi dolor, sino sobre el dolor que le hacía sentir a él.
Cuando el destino estuvo marcado, y sin saber que pronto nos tocaría navegar por las aguas del desamparo, hicimos ese viaje. Jamás, ni mi niño, ni yo, imaginamos que ese sería el último viaje de su papi, su héroe, su ídolo… el amor de mi vida.
¿Qué se hace? ¿Qué hacen los que se quedan con la ausencia de los que se van? ¿A dónde va el amor que sienten los rezagados por quienes se van? Supe entonces que mi niño, cual filósofo nato, había encontrado la respuesta que más atormentaba mi vida: no se van del todo. Y si ellos no se iban, mi amor tampoco lo haría.
Ahora sé que las gotas de lluvia son las almas de aquellas personas a quienes le reservamos un espacio en nuestro corazón, y que esas gotas, por gracia de su cristalina forma, llegan, sin las ataduras humanas, a donde siempre desearon estar, y recorren, con sutil caricia, el rostro de aquellas personas que les recuerdan con amor. Ya no temo a la lluvia.
El pronóstico de hoy es desalentador para muchos; se esperan lluvias durante gran parte del día. Para mí, sin embargo, representa una gran oportunidad. Por eso salgo a toda prisa, desprovisto de paraguas alguno, a mi cita. Las primeras gotas no tardan en aparecer y, a diferencia de antes, no huyo de ellas, pues sé que en alguna de esas gotas está mi hijo, en brazos de su papi, diciéndome que siguen aquí conmigo.