Cruising como metáfora crítica:

Cruising como metáfora crítica:

memorias de violencia, lucha y capitalismo en la Ciudad de México desde las disidencias sexogenéricas

La ciudad nos hace y nosotres la hacemos a ella, al caminar por sus calles, al esperar el transporte público, o cuando acordamos como punto de encuentro algún monumento reconocible. La ciudad y sus habitantes coexisten en una relación dinámica y compleja. En este juego de identificaciones somos, simultáneamente, receptores y productores de significados, e inscribimos nuestras aproximaciones y percepciones ejemplificadas en los múltiples nombres de este lugar: D.F., CDMX, Chilangolandia o El Defectuoso. Un nombre permite conectar historias de vida, luchas sociales, e incluso, discursos que pueden sobrepasar instituciones y relaciones de poder. Sobre esto último, la comunidad de las disidencias sexogenéricas está al tanto, pues la Ciudad de México es testigo de las múltiples manifestaciones, marchas, fiestas clandestinas, lugares de cruising o antros de ambiente que tienen como punto en común algún lugar inscrito en su geografía.

El propósito y desafío de este escrito consiste en analizar la manera en que la ciudad y sus habitantes han y hemos cambiado. Sin embargo, resulta fundamental considerar que, así como en la ciudad las experiencias pueden ser muy diversas, lo mismo se refleja en las disidencias sexogenéricas. Tratar de homogeneizar todas estas vivencias en un texto resulta imposible, por lo que remarco que su vasta pluralidad no se agota aquí.

Por otro lado, quisiera hacer de la lectura de este ensayo algo más dinámico, y para ello les propongo salir a hacer cruising conmigo. A través de una mirada curiosa y provocativa, como aquella que nos invita al deseo del encuentro furtivo, clandestino y condenado por las buenas conciencias que siguen al pie de la letra la privatización del sexo y la condena de cualquier acto afectivo en el espacio público. En esta ocasión no hay aplicación de citas ni de encuentros sexuales; el único intermediario es este texto y el dispositivo electrónico por el cual se sostiene su lectura.

Advertencia: no estamos ante una práctica “segura” de profilaxis. Como saben algunes de ustedes, el cruising implica un riesgo relacionado con la violencia y una latente posibilidad en la cual el caos es un factor a considerar. En este sentido, al recorrer en clave de cruising esta ciudad y sus historias, las miradas inquisitorias, la humillación pública ––e incluso la tortura y la muerte–– formarán parte del contenido de las mismas.

Este trabajo está dividido de la siguiente manera: antes de entrar en modo cruising, se introduce un concepto peculiar entre ustedes y yo, a manera de ménage à trois: la metronormatividad. Una vez despejadas las idealizaciones sobre la cuestión urbana y su supuesta liberación, nuestro mapa de exploración nos llevará por lugares y temporalidades distintas, desde las redadas del Baile de los 41 en el Centro Histórico, la epidemia del SIDA y el Bar El Nueve en Zona Rosa, hasta los sótanos lúgubres de Tlaxcoaque. Finalmente, regresaremos a las calles para comprender cómo estas demandas se han relacionado con su contexto histórico para analizar la situación actual de lo LGBTTTIQA+. ¿Listes para entrelazarnos entre presente y pasado? Tal vez el futuro llegue a ser parte de este juego y análisis.

“No siempre el aire de la ciudad libera”: relación ciudad-clase social-género.

Yo sé que ya andamos más que dispuestes para esta ocasión. La notificación de nuestros múltiples amantes acaba de llegar, y créanme, ya se encuentran en el lugar. Pero, un poco jugando con un verso de Tino Casal en su canción de “Embrujada”: “Stop, mi bruja con tacón de aguja”, estop, mis inter-activas-pasivas, que nos falta algo importante por revisar.

Vayamos al perfil de este primer contacto que se hace llamar “ciudad/urbe” y al parecer siempre cuenta con lugar. Afirma ser entrón y está súper abierto a todo tipo de propuestas. ¿Será que sí?

La propuesta de “ciudad/urbe” suena muy tentadora. Aunque, ¿desde cuándo la mera palabra “ciudad” se convirtió en sinónimo de libertad? Un proverbio alemán manifiesta que “El aire de la ciudad libera”. No hay una fecha exacta atribuible a esta expresión, pero data aproximadamente de los siglos XV o XVI, etapa en la cual el feudalismo y la modernidad comenzaron a plasmarse en las metrópolis europeas que presenciaron la consolidación de la burguesía y del sistema de producción capitalista.

La burguesía, como todo usuario nuevo en Grindr, buscaba llamar la atención en estos siglos a partir de su interés en concentrar el poder político y económico. Los burgueses eran quienes se dedicaban a la creación y distribución de mercancías. Estas actividades comerciales derivaron en una riqueza considerable que les diferenció del grueso de los campesinos. Asimismo, se asentaron en los burgos, asentamientos construidos alrededor de los castillos donde se instalaron los talleres artesanales y mercados. Etimológicamente, la propia palabra burguesía proviene de este término.

Estos inquietos burgueses tuvieron que esperar hasta entrada la Revolución Francesa para consolidar sus valores e ideales entre toda la sociedad. Por ejemplo, la libertad, igualdad y solidaridad son las proclamas base del liberalismo que influenciaron en las constituciones de la mayoría de los países occidentales. En el arte, el romanticismo exaltó la libertad individual y las gestas de las revoluciones burguesas. De igual forma, la burguesía necesitó de un espacio para materializar su proyecto político. Aquellos burgos de la Edad Media sentaron las bases económicas y políticas para el desarrollo de la ciudad moderna. Durante el siglo XIX, los ideales burgueses de independencia, libertad e individualidad se volvieron muy populares en el mundo occidental. Este espíritu de innovación influyó en cómo se construyeron y desarrollaron las ciudades (Núñez, 2003). Por consiguiente, la ciudad se volvió el emblema de la modernidad y del capitalismo.

No obstante, este aire de liberación no llegó a todas las personas. La concentración de la riqueza en las urbes provocó condiciones miserables en sus periferias, como la aparición de enfermedades debido a la acumulación de basura o al hacinamiento. Estas contradicciones son retratadas en los primeros minutos de la película Los Olvidados, de Luis Buñuel, al hacernos explícito que: “Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos” (Buñuel, 1950). Niños hambrientos, personas en situación de calle y músicos ambulantes. Todos estos personajes transitan a contracorriente del supuesto progreso de la ciudad y de sus condiciones desiguales de liberación.

Estas contradicciones, importa agregar, no son sólo en el aspecto económico, sino también en el género y la sexualidad. La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano es considerada una de los pilares del liberalismo, sin embargo, la crítica feminista ha visibilizado la omisión de un grupo que tuvo una participación relevante en la revuelta contra el Antiguo Régimen: las mujeres. Años más tarde, Olympes de Gouge manifestó esta indignación al publicar en 1791 su contraparte: La Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Aunado a la exclusión discursiva de las mujeres, el espacio público comenzó a ser entendido en clave masculina. Ello resultó en la profundización de otra de las dicotomías nodales de la modernidad que permitieron la conformación de la ciudad occidental: el espacio público-privado.

Las tareas de cuidado, el espacio doméstico y la prohibición de participar en los asuntos públicos conformaron lo que Carole Pateman denominó como contrato sexual. “El contrato social es una historia de libertad, el contrato sexual es una historia de sujeción. El contrato original constituye, a la vez, la libertad y la dominación” (Pateman, 1995). De este modo, las nuevas configuraciones urbanas se construyeron sobre la exclusión de las mujeres, a quienes se les negó la ciudadanía y el derecho legítimo a expresar su inconformidad. Es decir, los valores burgueses y el contractualismo acentuaron la dicotomía entre las categorías de “hombre” y “mujer” para comprenderlas de manera totalizante en lo público y lo privado.

Comadres, les dije; un poco de contexto no le hace daño a nadie. En el caso de esta “ciudad/urbe”, ya vimos que su “con lugar” es excluyente y reproduce asimetrías de poder y desigualdad. Pero, ¿qué creen? Aquí no acaba el problema, pues otro de los trapitos sucios de este Don Juan con aires de seductor liberal tiene un lío con la sexualidad. Recurriré a uno de nuestros conocidos de las teorías queer, Jack Halberstam, quien desarrolló el concepto de metronormatividad. Este último nos servirá para lubricar un poco este cruising textual hacia una visión mucho más crítica entre la ciudad y las disidencias sexuales y de género.

La metronormatividad, o de cuando la ciudad se volvió único emblema de liberación sexual

Como señalamos anteriormente, la asociación entre urbe y libertad fue producto de la modernidad y del avance industrial del sistema capitalista. De igual manera, la ciudad concentró un poder cultural al centralizar instituciones como museos, universidades y bibliotecas. Tanto en la literatura como en la fotografía del siglo XIX y del XX, la ciudad se pensó como un espacio de ocio y encuentros, un lugar para expresar la sexualidad (aunque fuera de manera clandestina) en bares y boutiques escondidas. Todo esto contribuyó a construir una imagen idílica de lo urbano gracias a las posibilidades que el anonimato permitía entre sus residentes al momento de desprenderse de restricciones que en otros espacios se pensaban como imposibles.

En esta lógica entra el concepto de metronormatividad, que refiere a la idea de que sólo en los espacios urbanos existe una posibilidad amplia de ocio, reunión y activismo político por parte de las disidencias sexogenéricas. La metronormatividad revela cómo se tiende a pensar la modernidad urbana como símbolo de progreso político, tolerancia y empatía, mientras que lo rural se asocia con el atraso, los valores conservadores, la homogeneidad y con un tiempo estático. Estos prejuicios invisibilizan las experiencias, resistencias y conocimientos de las disidencias sexuales y de género que habitan esos espacios. (Podmore & Bain, 2020).

Al proponer este concepto, los principales referentes de Halberstam eran ciudades cosmopolitas como Nueva York o San Francisco, lugares históricamente ligados a las luchas de liberación homosexual y que hoy día concentran una población LGBTTTIQA+ considerable en barrios específicos, como Greenwich Village y The Castro, respectivamente, y con circuitos de mercado que ofrecen distintas experiencias y servicios.

Halberstam concibió también la metronormatividad como una crítica hacia la romantización de las ciudades por parte de los colectivos LGBTTTIQ+ que la asociaban a un ambiente progresista y sin proclividad al conflicto, ya que otro de sus cuestionamientos radica en el modo de vida consumista que estas ciudades ofrecen como supuesta “liberación” (Halberstam, 2005).

Al comprender que no todo lo que existe en la ciudad es sinónimo de liberación, la metronormatividad nos invita a dejar de idealizar a los centros urbanos como únicos espacios posibles de transformación social.

Ciudad de México no es sólo Polanco o La Roma: metronormatividad y clase social

Ya nos fuimos un poco al norte, manas, y no me refiero al de la Ciudad de México, sino al gabacho, pues de allí es nuestro compadre Halberstam.

Tanta metronormatividad y no hemos ido a uno de los lugares más frecuentados y disfrutados para el cruising en Chilangolandia. Hasta en el concepto está implícita la palabra: el metro. Este transporte público recorre la mayoría de las principales arterias de la ciudad,y en el último vagón es donde la acción ocurre. Una mirada furtiva, el humedecimiento de labios, nuestro agitado respirar y el de quien se encuentra al lado. La fugacidad del disfrute y la prisa que aumenta con el paso de cada estación.

En esta breve parada de unos cuantos párrafos, suministraremos una dosis de metronormatividad a la complexión física de esta ciudad. ¿Podrá soportar? ¿Acaso sus orificios escondidos nos permitirán dilatar y expandir la crítica?

Sin duda, un concepto proveniente del contexto estadounidense no alcanza a abarcar las vivencias en otras latitudes, pues la misma idea de ciudad es compleja de definir y no está exenta de polémicas entre sus propios residentes. Como muestra de ello, recurro a una imagen que circuló en redes sociales sobre la concepción de la Ciudad de México acorde a extranjeros que la visitan o habitan.

Figura 1.

Resulta interesante apreciar que, en la imagen, algunas zonas se vuelven puntos neurálgicos del turismo, de la ubicación de empresas y centros de trabajo con acceso a servicios u ofertas culturales. El meme anterior no sólo es sintomático de cómo los extranjeros pueden llegar a percibir la ciudad, sino también de cómo lo hacen sus propios habitantes. De acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), las alcaldías más competitivas para 2024 fueron Benito Juárez, Miguel Hidalgo y Coyoacán, al destacar en los índices de innovación y economía, medio ambiente e infraestructura (IMCO, 2024).

De ahí que uno de los imaginarios de la Ciudad de México se centre en zonas como La Condesa, La Roma y Polanco, dejando de lado la realidad de sus habitantes, que enfrentan problemáticas como la gentrificación, el aumento de alquiler o la ausencia de servicios básicos. Asimismo, esta representación excluye las experiencias y desafíos de otras áreas. Por ejemplo, las de alcaldías en el norte como Gustavo A. Madero y Azcapotzalco o Tláhuac y Milpa Alta, al sur.

De ahí que encontremos una primera porosidad respecto al concepto de metronormatividad. Lejos de entender a la Ciudad de México como un polo homogéneo en el que existe una uniformidad económica y social, la desigualdad entre clases sociales o el racismo son factores cruciales a considerar. En este sentido, la espacialidad de centros y periferias atraviesa las experiencias y las subjetividades no heterosexuales ni cisgénero. Por estos motivos, la intersección entre clase social y racialidad visibiliza aspectos que pueden dotar de una contextualización histórica y geográfica a la propia metronormatividad.

El Baile de los 41, El Nueve y Tlaxcoaque: violencia y otredad

Cerca de lo que hoy es metro Revolución está la colonia Tabacalera. Nos encontramos sobre la calle de La Paz, y el año que corre es 1901. Observamos cómo varias personas se reúnen, todas vestidas de manera elegante; dandys de ocasión, barbas muy bien recortadas y vestidos tan suntuosos como los que usaban las mujeres de la élite porfiriana. Uno de ellos ha clavado su mirada en nosotros. A través de su monóculo ha inspeccionado cada rincón de nuestros cuerpos, y en un gesto de coquetería, nos guiña el ojo para pasar. Sin saberlo, nos estaríamos adentrando en muchas cuestiones. Por un lado, en uno de los hitos más importantes en la historia de las disidencias sexuales y de género en esta ciudad; por otro, en un episodio de violencia marcado por la injuria y la humillación pública.

El 18 de noviembre de 1901, la policía irrumpió una fiesta privada en la que se encontraban varios hombres pertenecientes a la clase alta porfiriana ––algunos cuentan que entre ellos se encontraba el yerno del entonces mandatario Porfirio Díaz, Ignacio de la Torre––. Durante los días siguientes, los periódicos no dejaron de ridiculizar este hecho ni a sus integrantes por haber roto las “buenas costumbres”, pues, ¿por qué algunos usaban vestidos y aretes?

Entre las imágenes más icónicas preservadas en la memoria popular de la época, destacó la de José Guadalupe Posada en el periódico Hoja Suelta, así como el título que sacó a la luz y al ojo público el escarmiento social: Los 41 maricones.

Según Carlos Monsiváis (2023), “la redada, por así decirlo, inventa la homosexualidad en México [...] cada homosexual luego de la redada ya no se siente solo, en el espíritu de la orgía interrumpida, le acompañan los otros 41”. Ello no implica que no hayan existido experiencias similares previo al siglo XX. A pesar de las novelas del XIX en las que existían personajes amanerados y que en ocasiones usaban ropas del género opuesto, palabras como “homosexual” o “travestismo” no figuraban en estas situaciones (Schuessler & Capistrán, 2018). Más bien, a partir de la inquietud derivada del Baile de los 41, el silencio y tabú orbitantes sobre estos temas estalló y se difundió a través de múltiples canales, como el de la ley.

Las redadas han sido un recurso importante por parte de la policía y del Estado para irrumpir reuniones que se piensan como amenazantes para el denominado “orden público”. En tal sentido, una de las primeras relaciones entre la Ciudad de México y las disidencias sexogenéricas fue a partir de las redadas y la represión por parte de las autoridades. A pesar de la existencia de espacios consagrados en clubes o bares, la amenaza de la redada siempre estaba latente para quienes osaban pisar estos lugares, esto sumado a las miradas de escarnio público y burla. Aquellas fiestas y reuniones se denominaban como “indecentes” o “perversas” por parte del jefe de la policía en turno. La distinción público-privado del liberalismo, al menos para las disidencias sexogenéricas en esta ciudad, fue más bien una frontera difusa en la cual el cuerpo quedaba expuesto para ser reprendido y encausado a un disciplinamiento enmarcado en la heterosexualidad, el matrimonio y la reproducción de la familia nuclear.

Si nos adelantamos unas décadas, nos hallaremos en una de las zonas más conocidas de esta ciudad para la actividad que buscamos. La Zona Rosa, en 1980, nos presenta un paisaje de casas con estilos neo porfiristas que en el día deleitan el ojo intelectual, pero que en la noche abren sus puertas de par en par para quienes quieran distraerse un rato en la clandestinidad y el desliz de los cuerpos.

Atravesamos la glorieta de Insurgentes y alguien nos entrega un papel que parece una invitación, luego se aleja caminando espectacularmente, como si la avenida fuera un ballroom. ¿El lugar? Bar El Nueve. La cita es en unas cuantas horas, y entre activismos emergentes, la epidemia de VIH y el temor generalizado entre la sociedad, la ciudad se ha convertido en un cuerpo de asfalto y negocios. Tanteamos sus cavidades y caminamos las posibilidades que nos brinda su ocio, que acompañamos de un odio latente por los guardianes del orden.

El siglo XX es conocido por las múltiples redadas en bares, discotecas y lugares de ambiente. Un ejemplo paradigmático fue el Bar El Nueve, activo durante la década de los ochenta y punto de referencia para la difusión de información durante la crisis del SIDA/VIH que azotó a la comunidad de las disidencias sexogenéricas. Los intentos por clausurar el lugar fueron acompañados de la persecución a sus dueños y asistentes por parte de autoridades locales (Osorno, 2021). Además de la represión policial, los discursos en torno a la estigmatización de personas seropositivas, la desinformación, el miedo y el estigma hacia esta enfermedad quedó asociada a personas homosexuales, trabajadores sexuales y mujeres trans. Todo ello reforzó los discursos de odio hacia estas comunidades que en ocasiones se encontraban en una situación de marginalidad e inestabilidad económica al asumir abiertamente su sexualidad o estilo de vida.

Las persecuciones, amenazas, redadas y razzias se legitimaban a partir de la mirada abyecta sobre aquellos cuerpos que configuraban la otredad de un ideal de normalidad. A saber, “heterosexuales, cisexistas, de clase media, con acento androcéntrico y basados en un binarismo hombre-mujer” (López & Rodríguez, 2022). Aquellas personas que rompían con este esquema de clasificación no sólo eran mal vistas en el espacio público, sino que también eran objeto de condena a partir de una mirada inquisitoria, misma que hacía a las autoridades proceder mediante detenciones arbitrarias o encarcelamientos justificados por supuestas faltas a una moral pública que tenía sus sedimentos en el proceso de otrificar y deshumanizar a quien no siguiera los mandatos de género y sexualidad institucionalizados.

¿Cómo se construye esto último? La otredad parte de dos supuestos que son concebidos como opuestos; alude a los procesos de diferenciación por los cuales una persona o un grupo establecen una comprensión de sí mismos a través de la existencia de alguien o algunos distintos, los cuales forjan un factor clave al presentar cualidades diferentes de la identidad en cuestión. Este proceso no está exento de irrupciones violentas, que pueden ir desde agresiones verbales hasta crímenes de odio dirigidos a determinadas poblaciones (Fandiño, 2014).

Después de la fiesta viene la cruda, pero en el caso de quienes no encajaban en el molde cisgénero ni heterosexual, esta iba acompañada de violaciones, agresiones y abusos por parte de las autoridades. El periodo conocido como Guerra Sucia en México, de 1950 hasta 1990, se caracterizó por las operaciones militares desplegadas por el mismo Estado y el uso de estrategias de tortura para combatir y eliminar a organizaciones guerrilleras que surgieron para tratar de cambiar el orden social y político autoritario de la época. Ejemplo de esto último fueron las violaciones tumultuarias ejecutadas por la “policía secreta”, la hoy extinta División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), a mujeres trans y trabajadoras sexuales.

Estos abusos fueron cometidos en sótanos que contaban con salas de tortura y celdas bajo tierra, en Tlaxcoaque, al sur del Centro Histórico. En los últimos años, algunos grupos y organizaciones han contactado con quienes sufrieron estos abusos que hoy conforman parte del archivo de violencias. Las palabras no alcanzan para describir todas estas atrocidades que aún prevalecen. Antonella Rubens, quien en ese entonces era una vedette muy popular, narra:

Conocí ese infierno de Tlaxcoaque cuando era estudiante y no sabía nada, ni tenía idea de lo que era ser una vestida. Lo único que hacía es que me dejaba mi pelito medio largo y usaba la ropa que a mi me gustaba, diferente a los demás chicos. Ese primer encierro me desgració la vida. Después de tanta humillación ahí adentro, totalmente aislada, cuando salí mi familia me corrió de la casa. Te lo buscaste, me dijeron. (Petrich, 2023).

Aún con el paso del tiempo, la violencia y el odio siguen formando parte del escenario actual en relación con las disidencias sexuales y de género. Desgraciadamente, las agresiones y ataques  son una posibilidad latente en la cotidianidad de estas calles.

En 2022, una pareja de chicas fue atacada con un ladrillo por un hombre que las vio besándose en Coyoacán (Infobae, 2022). En julio de 2024, uno de los antros más conocidos por la comunidad, La Puri, fue clausurado debido al ataque de dos hombres a las afueras del bar. Este y otros hechos similares son indicativos de las reminiscencias de discursos machistas, heteronormados y conservadores que aún prevalecen entre algunos grupos y personas (Xochitl, 2024), son reflejo de las redadas y violaciones que, en el eco de las historias de esta ciudad, aún deambulan como espectros de una diversidad eclipsada en una otredad deshumanizada.

Entre el orgullo y el capitalismo rosa: franqueando la CDMX

No nos hagamos; que tire la primera piedra aquella persona que no se haya dejado seducir por sus marcas musculosas y eróticamente tonificadas. ¡Ni qué decir de su estética tan bien clasificada y diversa!, un aspecto privatizado al que se ha visto orillado por su capital, inalcanzable, o simplemente inabordable, para quienes no tienen cierta capacidad de consumo. Si el capitalismo rosa tuviera perfil en Grindr, su descripción bien intencionada sería: “abierto a todas las identidades y expresiones”, ocultando el proceso de comodificación y despolitización por el cual, este carismático galán, las orilla cada vez que se inserta en ellas.

Las marchas del orgullo LGBTTTIQA+ no eran como hoy las conocemos; al menos durante los años setenta y ochenta no se nombraban de esta manera y presentaban otras características y demandas. Roberto González, en su texto Michel Foucault no fue a los baños Ecuador, retrata, entre el testimonio, la crónica y la crítica, el carácter politizado de las primeras manifestaciones de ese lejano 1978, en el marco de un evento que conmemoraba los diez años del movimiento estudiantil de 1968. Algunas de las consignas eran: “estamos en todas partes”, “eeerradicación de razzias”, “ni enfermos, ni criminales, simplemente homosexuales” (Gónzalez, 2018). Como consecuencia de esta primera manifestación, se conformaron numerosas organizaciones como el Grupo Lésbico Oikabeth, el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria o el Grupo Lambda de Liberación Homosexual. Otro homónimo de activismos en la región latinoamericana fue el Frente de Liberación Homosexual en Argentina, conformado en 1971.

Por un lado, las consignas fueron una respuesta inserta en un contexto caracterizado por la patologización de la homosexualidad, la represión mediante redadas y la invisibilización de estos temas en el espacio público; por otro, trataron de afirmar la presencia de la sexualidad en todos los lugares: el trabajo, la escuela, la iglesia, los militares, que, tal como decían, “estamos en todos lados”. De igual manera, como respuesta a la violencia sufrida, estos grupos demandaron la desestigmatización al rechazar los discursos médicos y legales que calificaban de “anormales” a quienes no cumplían los mandatos heterosexuales y cisgénero.

Hoy en día, las marchas han cambiado diametralmente, pese a que algunos colectivos tratan de mantener una postura mucho más politizada. Como bien retrata González, la denominada Marcha del Orgullo contemporánea responde también a una cuestión mercadotécnica relacionada con el pinkwashing y el capitalismo rosa donde la población LGBTTTIQA+ pasa a ser un nicho de mercado al cual ofrecer múltiples productos y experiencias marcados por una dinámica de consumo. En este punto, quienes formamos parte de las disidencias sexogenéricas encontramos una paradoja crucial: ¿cómo pensar el fortalecimiento y la politización sin pasar por el circuito del mercado y del consumo?

Ello no quiere decir que debamos derribar todo lo construido en estos últimos años, pero sí cuestionarnos qué aspectos hemos dejado de lado. Por ejemplo, el matrimonio igualitario fue una de las demandas principales de las marchas a inicios de este siglo, y logró consolidarse en 2009 con la aprobación de la asamblea legislativa de esta urbe, pero, ¿qué peticiones, y a qué otros colectivos o letras de lo LGBTTTIQA+ se han dejado atrás?

Muestra de este abandono es la relevancia de lo gay por encima de otras experiencias como la lésbica, la trans o de personas no binarias o asexuales. Además, me parece que la sexualidad no puede aislarse de otras matrices de opresión con las que va acompañada, pues al hacerlo se omiten aspectos que también configuran a las propias subjetividades. No es lo mismo vivir en la Ciudad de México como un hombre cis, gay, de clase media o alta y residir en alguno de los departamentos del Complejo Mítikah en Coyoacán, que ser una mujer u hombre trans racializado de un estrato socioeconómico bajo que habita en una de las vecindades afectadas en la periferia de la ciudad.

Ahora bien, tampoco se trata de competir en un olimpismo de opresiones, sino de reclamar un derecho a la ciudad a través de múltiples canales de resistencia e imaginación política. Según David Harvey, este reclamo “supone reivindicar algún tipo de poder configurador del proceso de urbanización, sobre la forma en que se hacen y rehacen nuestras ciudades” (Harvey, 2019), de ahí que exista la posibilidad de conectar demandas, grupos y reivindicaciones al mismo tiempo que se amplían los canales de diálogo, discusión y reflexión que construyen una perspectiva menos individualista de cómo vivir la ciudad.

En este sentido, problemáticas más generales como la gentrificación, la falta de acceso a la vivienda o la privatización de espacios públicos pueden conectarse con las condiciones de vida de las propias disidencias sexogenéricas. Tal como José Joaquín Blanco escribió: “nuestra disidencia acaso sea sólo un precursor de esa nueva minoría, en la que deberíamos apresurarnos a participar. Homosexualidades, heterosexualidades y otros membretes desaparecerán entonces” (Blanco, 1979), ampliar las luchas sociales al fortalecerlas más allá de la política de identidades puede lograr un impacto mayor en quienes habitamos esta ciudad.

Conclusiones

Un último desliz. Los taps finales de este cruising llegan para presentarnos el éxtasis mezclado con las muertes y la violencia presentes en el recorrido de las disidencias sexuales y de género por las calles de esta ciudad. Algunos lugares nos ofrecerán una fachada de liberación en el consumo individual; otros nos recordarán las amenazas del ayer que aún hoy se despliegan sobre los cuerpos lanzados a la otredad. Mientras, las resistencias y los ejercicios de imaginación política quedan como una plática post-sexo, como si se tratase de una conversación con cigarro y media sábana, pero en este caso no hay cama acolchada ni cobijas afelpadas.

Resulta innegable el placer-dolor con el que nos liamos en estos múltiples encuentros. Sentades en la fría banqueta de asfalto, algún amante nos regala un faro para presenciar aquellas primeras horas del alba, mismas que marcan la finitud de este encuentro atravesado por la plática casual y el deseo de conocer sus secretos y conclusiones.

Tanto el vocablo ciudad como la Ciudad de México no están ausentes de contradicciones, pues su traza ha generado la exclusión de ciertos habitantes a sus periferias, la falta de acceso de oportunidades políticas o económicas a partir de la instauración de la dicotomía público-privado o una violencia escalada a estilos de vida que salen de la hegemonía cultural y social de sus habitantes. Por este motivo, resulta importante mantener una mirada crítica sobre la ciudad utilizando el concepto de metronormatividad. Ignorar esta perspectiva podría perpetuar las situaciones problemáticas mencionadas anteriormente, las cuales a menudo quedan ocultas tras la apariencia de un progresismo tolerante y cosmopolita asociado a la vida urbana. También, debemos recordar que la Ciudad de México contiene múltiples realidades y no podemos verla a través de un solo prisma. Las alternativas que apunten a un cambio social y político deben pasar por la aceptación y el diálogo con la diversidad de voces y experiencias que coexisten en la ciudad.

Tal es el caso de las disidencias sexogenéricas que formamos parte de la región más transparente que, según Carlos Fuentes, interpeladas por la violencia ejercida por las redadas y las detenciones arbitrarios, nos hemos apropiado de las calles para tomar la palabra en contra de quienes nos quisieron silenciar. Sin embargo, la amenaza aún está latente en la invisibilización de estos temas en el espacio público, en la desinformación que afianza el estigma y el odio hacia quien es diferente de la norma de género y sexual. Por otro lado, importa seguir construyendo una pluralidad de memorias sobre estos hechos lamentables que al mismo tiempo sea capaz de construir un discurso crítico frente a las opresiones, raciales y de todo tipo; a la seducción del individualismo, a la apatía política en favor del consumismo y a la permeabilidad del propio sistema capitalista de despolitizar todas estas luchas. Una manera de contrarrestarlos posiblemente se encuentre en reclamar la resistencia y el derecho a reinventar esta ciudad una y otra vez, es decir, mediante la imaginación política, apostar por una solidaridad y fraternidad de luchas sociales que nos permita no sólo alzar la voz, sino también escuchar a quienes han quedado en los márgenes de los movimientos sociales de la diversidad sexogenérica y de otras luchas económicas, raciales y culturales.

Las cartografías de la Ciudad de México presentan un abanico que posibilita la reflexión en un caleidoscopio de miradas y experiencias encarnadas. El cuerpo, la cuerpa, lxs cuerpxs no son ajenos a las configuraciones espaciales por las que atraviesan. Las propias disidencias sexogenéricas lo hemos atestiguado, por ejemplo en la práctica de cruising, misma que trastoca la dicotomía moderna espacio público-privado, y que de una manera silenciosa o estruendosa (para quienes transitan por esos lugares), critica la ficción de normalización sobre la que está construida esta ciudad.

Al atrevernos a replantear el espacio mismo como un ente en potencia de ser socialmente construido, las posibilidades se multiplican. Apuesto por que la palabra cruising no sólo implique el encuentro sexual ocasional, sino para que también apele al eros potencial de un encuentro con la otredad en cualquier instante y lugar de esta ciudad, un cruising que nos deje una mirada de extrañeza y curiosidad por transformarla a partir de la comunidad horizontal. Sólo tal vez entonces la Ciudad de México se vuelva una orgía metafórica en la que distintas luchas sociales reclamen el espacio público a través de la fiesta y la rabia extendida y acogida. Tal vez, sólo tal vez.

Trabajos citados

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