El Jardín de Margaritas
La llave está postrada en la mesa junto al florero vacío. Es lo único que no he movido. Después de todas las palabras amargas que nos lanzamos ese día, te dije que no volvería a tu casa, y aun así la echaste en mi bolsa. Supongo que fue bueno porque es hora de volver. Que luego hagan lo que quieran con ese lugar. Hace años que no entro. Me pregunto si verla vacía no me dará tanto miedo como antes, pero en cada rincón hay recuerdos esperando, pacientes, listos para arremeter contra mí apenas mis pies toquen ese suelo olvidado. De hecho, ya comenzaron.
Bajo del carro. Lo primero que veo es el jardín. Lo recordaba más colorido, más vivo: hasta revoloteaban las mariposas entre los pétalos blancos, celestes y rosados. Ahora, si acaso, es de un verduzco amargo con parches marrón pálido. Lo que da lo mismo, porque el paraíso se marchitó mucho antes de que sus hojas empezaran a caer.
La puerta está abierta. Al entrar, me golpea el olor de algo lejano, pasado. De repente lo siento en mi cabeza, hurgando en recuerdos que ni yo sabía que tenía. Ahora me encuentro en la sala que tenía un sillón rojo con un hueco en la esquina, por donde salía el relleno; lo tapábamos con una sábana, me acuerdo. Al frente estaba el televisor de caja, que llegaba a su máximo volumen cuando había algún partido, de manera que los gritos reinaban en la casa. Me muevo, provocando chirridos con cada paso, hasta llegar al cuarto de al lado, en el cual dormías. Siempre pensé que la cama tenía un agujero escondido. Nunca me importó; igual me escabullía para dormir contigo.
Atravieso el pasillo para llegar hasta donde solía estar el comedor. Me asomo al espacio en la pared que tenía la escalera que baja al patio. Parecía más un zoológico, en aquellos años en los que todo era enorme para mí. Recuerdo un día que estaba sentado en la orilla donde comenzaban los escalones, usaba mi radio con la antena hasta arriba tratando de agarrar señal. Miré hacia abajo; las gallinas picaban el suelo mientras los pájaros descansaban sus alas en las ramas de los árboles. Me acuerdo también de cómo la puesta de sol cambiaba los colores en el cielo. No había una vista mejor; incluso en la memoria, puedo sentir cómo me abraza su calor.
Pero eso ya no existe. Ahora el calor se concentra en una molestia detrás de mi cabeza. Escucho unos pasos que se aproximan. ¡Dejé la puerta abierta! Pensé que tenía la casa sólo para mí, así lo habíamos acordado. No sé cuántos fantasmas más pueda soportar.
Al voltear, encuentro a los de la mudanza.
—Buenas. Disculpe por entrar así. Estuvimos tocando, pero nadie respondió. ¿Qué es lo que hay que echar en el camión?
—No se preocupe. Son pocas cosas las que quedan. Si quieren, vengan para enseñárselas y que las empiecen a subir.
Voy delante de ellos, ocultando mi cara de alivio. Abro la puerta del cuarto más insignificante, el más pequeño, el que solía ser mío. Adentro sólo quedan un par de sábanas, unos afiches, un ropero lleno de comején y un espejo grande.
—Se pueden llevar el espejo, también las sábanas. Y el mueble lo pueden botar, por favor.
Los hombres se ponen manos a la obra en lo que yo reviso mis antiguos afiches. Siento como si estuviera hurgando en los recuerdos de una casa ajena cuando uno me dice:
—¿Esa caja la tiramos también?
—¿Cuál caja?
Señala detrás del mueble. Casi no se ve nada. Aunado a todo el polvo, se le suma la poca luz que entra por la única ventana en lo alto de la pared. Sin embargo, basta un destello angelical para provocar un fulgor entre las tinieblas de ese cuarto. Tomo la caja por matar la curiosidad, de manera que noto de dónde proviene el brillo: las páginas de un libro que, al cerrarse, producen un efecto dorado. Tras sacudirlo, reconozco la portada azul con estrellas doradas. ¡Este es mi libro de cuentos!, el que me leías cuando caía la noche para arrullar mis oídos, llenar mi imaginación y cansar mis párpados. Sigo escarbando la caja hasta encontrar un álbum lleno de fotos. Aunque yo dormía ahí, no esperaba encontrar nada mío en ese cuarto; pensé que todo había ido a la basura. Entre tanta emoción olvidé que estaban esperando mi respuesta.
—¡No! Esta... esta es mía. Lo demás se lo pueden llevar. ¡Muchas gracias!
Apenas han salido del cuarto no pierdo tiempo para explorar las páginas de ese álbum. Una margarita cae; está seca, pero ha encontrado la manera de mantener su belleza. Cayó de una foto tuya. Nuestra, del día de mi bautizo. Yo estaba todo de blanco, cuatro o cinco años, no más; tú a mi lado, sonriente, abrazándome. Te ves tan feliz como orgullosa de que andara por el camino “correcto”. No fue hasta desviarme de él que noté cómo tu pureza escondía un odio que conozco muy bien. Fue en ese momento que confirmé que nadie debería conocer tanto de otra persona.
Cómo me hubiera gustado verte feliz cuando te conté a quién amo. Ojalá hubieras estado interesada en conocerlo, en conocerme. ¡A mí! No a una versión ficticia, creada en tu cabeza con negación y espejismos. Recuerdo todavía esa fatídica tarde de diciembre, en que tus palabras destrozaron tanto mi pecho que la luz de las velas podía atravesar las fisuras de mi corazón. “Yo jamás podría amar a alguien así. En mi casa no son bienvenidos esos actos que van en contra de Dios. Así solo vas a conocer muerte y soledad”, dijiste. Palabras que interioricé a los dieciocho. Después de eso, nunca conocí un arma tan peligrosa como la lengua de un ser amado ahogado en odio.
De las abuelas se espera un amor que ni siquiera se conoce de los padres, además de una complicidad eterna acompañada de la mejor comida del mundo. No amarguras ni decepción. Esa fue la receta que se usó al crearlas. ¡Te amé tanto! Lo único que quería de vuelta era ese mismo amor, ese que me diste toda la vida, el que pensé que era incondicional. Ojalá hubiéramos tenido otra oportunidad para regalarnos palabras dulces, más tiempo para escuchar las anécdotas que nunca me contaste, algo más para adormecer tu ausencia. ¿Qué importa cómo se ve la persona que amo? ¿Por qué no me abriste tus brazos ese día como lo hiciste cuando di mis primeros pasos? ¿En dónde quedó la bondad que me enseñaste a tener con el mundo a pesar de sus hostilidades? Jamás pensé que la sonrisa cálida que sellaba nuestras conversaciones se transformaría en un gesto de angustia, de asco, de miedo. ¿Cómo pudo el resentimiento del mundo penetrar tu corazón? A lo mejor fue mi culpa por no protegerte de la verdad.
Quisiera no haber tenido que separar mi vida en ese antes y después. Me habría encantado compartirlo todo contigo. Cinco años después, lo que me queda es la llave que escondiste entre mis cosas al irme. Tal vez esa llave significaba un “perdón”, un “te acepto y espero que regreses”. Tal vez aún me amabas. Tal vez una noche fuiste a dormir recordando el día en que descubriste que mi flor favorita era la margarita. “¿Esa es la que más te gusta? ¿Sí? Bueno, entonces un día te la voy a comprar y la vamos a plantar juntos. Son muy bonitas. Tienen unos pétalos muy lindos”, dijiste. Yo sonreí. No podía contener la emoción de tener mis propias flores y que me enseñaras a cuidarlas.
Hace años que no nos vemos. Ya no podremos hacerlo, aunque queramos. No podremos hablar ni abrazarnos. No podremos reconciliarnos. Pero te puedo llevar margaritas hasta hacerte un colorido jardín, uno en donde vuelvan a jugar las mariposas. Nuestro jardín.