El otro duelo

El otro duelo

Mientras corría hacia mi destino, miraba piernas y pies en movimiento, sintiéndome a bordo de algo más —una sensación que me era tan familiar que nunca pensé cuestionar hasta mi adultez––. Asumí el papel de tripulante en un cuerpo que, si bien sentía ajeno, reconocía como el medio para satisfacer mis necesidades. Lo que vieron las profesoras en el kínder, aquella mañana del 2000, fue a un niño a punto de entrar al baño de niñas, situación que tenían que detener a toda costa.

Ese fue mi primer vistazo a la posibilidad de ser otro. Hasta ese punto, mi educación y crianza habían sido bastante unisex, por así nombrarlo. Mi familia no hizo distinciones de género. Se me permitía vestir lo que deseara, ya fuese un overol o un vestido, y jugar como quisiera, sin importar si era con muñecas, al tochito o con trompos. En mis primeros años tuve la enorme fortuna de que se me permitiera simplemente ser, sin expectativas más allá de que viviera una infancia feliz.

Quizá fue por eso que haber sido visto como un miembro del género masculino abrió un panorama distinto para mi corazón infantil. Recuerdo que —aunado a lo que hoy puedo reconocer como una percepción del mundo distinta, cuya raíz yace en mi autismo— este episodio me hizo comenzar a preguntarme si sería posible cambiar el cuerpo que tripulaba por uno que sintiera netamente mío.

Esos deseos no hicieron más que aumentar conforme crecía. Cada vez que veía alguna figura masculina, mi corazón le anhelaba. Por mucho tiempo me dijeron que eran los inicios de la atracción que sentía toda niña a la que le empezaba a gustar el género opuesto, porque, como suele suceder, mi entorno asumió tanto mi género como mi orientación sexual. Todo esto sin saber que, paralelo a sentir atracción por los hombres, mi deseo principal era convertirme en uno de ellos, en un él, cuando fuera mayor.

Es curioso pensar en cómo uno se sabe otro, aunque no sepa en qué reside esa otredad. Cuando lo recuerdo, encuentro las señales que todo mundo ignoró a conciencia, empezando por mí mismo. Mi disidencia siempre estuvo presente, ocultándose en las esquinas con vistazos fugaces, en la alegría que vivía al escuchar a uno de mis tíos llamarme “mijo” y a un vecino decirme “Ditz”. Residía en la euforia subyacente por nombrarme de una manera en que podía sentirme representado, tan lejana a las sensaciones de inconformidad y dolor que me producía ser llamado por el género y nombre que se me asignaron al nacer.

Para mí —una criatura que nació a mitad de los 90 en México, en el seno de una familia católica y conservadora en muchos aspectos, producto del matrimonio entre una joven enfermera egresada del IPN y un ingeniero militar 7 años mayor que ella, y desarrollándome en esta periferia que llamamos área metropolitana—, la diferencia fue un peso contundente y constante que aprendí a vivir desde el miedo y el silencio. Renuncié a mí estableciendo lo que llamo “el otro duelo”, concepto que iré desarrollando más adelante.

Durante mi niñez no encontraba cómo hablar de algo que toda la vida me enseñaron que estaba mal desear. Dos de los recuerdos familiares más claros que tengo de menciones a la comunidad LGBTQ+ son “Dios hizo hombre y mujer, no otras opciones”, y el llamar “niña-niño” a aquellas personas que salían del binarismo de género, ambos acompañados de gestos de desagrado. Con tal antecedente, decir que mi primer amor —antes que cualquier niño— fue una niña y que, a su vez, yo no quería ser una niña —que de hecho no me sentía como una—, resultaba impensable. Me hizo auto percibirme como una abominación.

Pasé mi adolescencia y juventud deseando ser otro. Una de mis memorias más significativas es la ilusión que desarrollé con llegar a ser como Dean Winchester (Supernatural, 2005-2020), que nació al ver en él el primer ejemplo de masculinidad con el que podía sentirme identificado, vínculo que persiste en mi corazón a veinte años de conocer su personaje e historia.

Tener vellos creciendo por mi barbilla y mandíbula, un cuerpo fuerte con musculatura definida, así como una voz grave y profunda, eran los primeros puntos de mi lista de anhelos inalcanzables. Más allá de inalcanzables, mi entorno hizo que adquirieran el tinte de indecibles. Pasé tantos años deseando ser un hombre fuerte, capaz de protegerse a sí mismo y a sus seres queridos, que perdí la cuenta de las noches que soñaba con serlo sólo para llorar al despertar y encontrarme con el mismo cuerpo con el que me había ido a dormir.

Por ello elegí vivir mi diferencia en secreto, sacrificando la vida que deseaba a favor de la vida que esperaban que tuviera. Con un sueño mortinato, que creí nunca vería la luz, incluso si no sabía cómo llamarlo.

No fue sino hasta mis 16 años que, de la mano de une amigue mayor que yo y que se identificaba como no binarie transmasculine, conocí la palabra para mi disidencia: Trans. Me tomó cerca de tres años expresar —más allá de la seguridad del consultorio de mi psicólogo— mi verdadero ser a mi familia y amigos cercanos. Sin embargo, el autosacrificio continuó por mucho más.

Llegué a los 20 manifestando mi género autopercibido, pero sin atreverme a dar un paso más allá del nombrarme trans, sin iniciar ningún tipo de transición o siquiera pedir que se usaran pronombres masculinos hacia mí, porque todo lo que obtuve de quienes consideraba mis mejores amigos fueron burlas. Pasó igual con las parejas que tuve en ese momento, por pensar que no tenía derecho a pedir un trato masculino cuando seguía viéndome femenino. Todavía me parece irónico cómo siempre manifestaron verme “como un vato más”, hasta que dije que realmente lo era y su perspectiva cambió al clásico discurso transfóbico que versa sobre biología reduccionista. En aquel momento, mi mamá comenzó a intentar entenderme, pero incluso a ella la veía tan confundida que terminé por elegir seguir viviéndome en silencio para no causar molestias o incomodar a los demás, pensando que, en mi caso, no era para tanto, y que pedir aceptación o entendimiento eran caprichos míos.

Los años pasaron, llegó el COVID-19 y con ello una revaloración sobre la vida misma. Fue en la cuarentena cuando, poco antes de cumplir 26 años, desperté pensando que no quería morir sin haberme vivido como quien realmente era. Esto dio paso al comienzo de mi proceso en forma, por medio de la transición social. Pedí ser nombrado en masculino, me declaré de manera pública un hombre llamado Ditz, pero también manifesté que de momento no haría transición legal (actualización de documentos) ni física (tratamientos de afirmación de género). Todavía pensaba que mi caso no era para tanto, puesto que ambas cosas traían consigo complejidades que sentía que no valía la pena afrontar. Asumí que no eran necesidades reales.

Al vivir bajo la transición social pasé por injusticias y violencias que me hicieron notar que, a nivel institucional, lo único que me protegería en este mundo transfóbico sería la transición legal. Fue en ese momento, a mis 27 años, que decidí dejar de negarme ese paso, a sabiendas de que lo necesitaba en función de la necesidad que nace del deseo, siendo este cambio algo que deseaba con todo mi corazón.

Consistió en una difícil decisión porque implicaba ir un paso más allá en ese elegirme a mí sobre los demás tras una vida haciendo lo contrario. Consolidar este elegirme es, a su vez, lo que me ha posibilitado seguir con mi transición bajo mis propios estándares, sin preocuparme por las personas que perdería en el camino, sabiendo que, quien realmente me quisiera, se quedaría.

Fue todo un proceso que implicó hacerme a la idea de continuar ahondando en el duelo de mi familia y seres queridos, que seguían asimilando mi disidencia, y llevarlo un paso más lejos. Se sintió como un punto de no retorno. El momento en que estaba pidiendo algo que para mí se equiparaba al funeral legal de la persona que nunca quise ser. Uno de muchos adioses que creía estar imponiendo a mi familia y seres queridos, cuando estaban en todo su derecho de sufrir la pérdida de aquella persona a la que por años —e incluso una vida entera— vieron como hija, hermana, amiga, novia y un sinfín de vinculaciones. Pensaba que pedía demasiado.

Seguía considerando los duelos de los demás, todo aquello que se esperaba de mí y que me resultaba cada día más doloroso cumplir. Contemplaba lo difícil que era para mi círculo cercano llamarme Ditz, a pesar de que la diferencia fuese sólo una letra, y cómo continuaban sin entender que esa letra significaba un mundo de diferencia para mí.

Fue en ese proceso que busqué relacionarme con pares trans, y hablando con otras personas transmasculinas, tanto binarias como no binarias, fue que noté que todes hacíamos un esfuerzo descomunal por entender y ser pacientes con los duelos de nuestras familias, amistades y seres queridos. No obstante, nadie se preocupaba de nuestro propio duelo.

Es de ese duelo del que quiero hablar en este punto. Como toda persona trans, perdí mucho —etapas completas de mi vida— tratando de ser quien se esperaba que fuera. Renuncié a mí mismo durante más de la mitad de mi vida. Y, aun así, no faltó quien me mencionara lo egoísta que estaba siendo al transicionar sin pensar en los otros. Ahora, a once años de mi primera “salida del clóset”, a cuatro años de transición social, a dos de transición legal y casi uno de transición física, aceptado y amado por mi familia y amigos, sé que nunca fue así. Pensé demasiado en los demás, cuidé sus duelos. En cambio, no hubo quien tuviera la apertura a pensar en el mío y en todo lo que perdí.

Nadie tuvo idea de cómo sufrí por años de la mano del soundtrack de películas infantiles. ConMi Reflejo” (Mulán, 1998) porque realmente no podía reconocer a la persona del reflejo que me regresaba la mirada. O “Sigo Aquí” (El planeta del tesoro, 2002), a sabiendas de que uno de mis mayores anhelos era otro cuerpo que se sintiera real, que me permitiera vivirme como hombre. Y con “Hijo de Hombre” (Tarzán, 1999) al pensar que yo también quería crecer y sentirme orgulloso del hombre en el que me convertiría si sólo se pudieran cumplir mis sueños.

Todo mundo me habló del proceso que suponía asumir que soy un hombre, pero nadie pareció notar el pesar que llevé a cuestas por años al vivirme como mujer para no herir, molestar o incomodar a mis seres queridos. Hasta que me cansé de cuidar esas pérdidas y decidí preocuparme por el otro duelo, aquél que viví en silencio, que lloré a solas por años, y que no estaba dispuesto a seguir acarreando por el resto de mi vida, del que decidí recuperarme celebrando eso mismo; mi vida.

Me establecí a mí mismo un último duelo, compartido, acompañado e incluso celebrado: el de soltar, poco a poco, a la persona que fingí ser, hasta que sólo quede quien realmente soy. Cada etapa de mi transición es uno de muchos adioses que me encaminan al definitivo, a ese punto culminante en que pueda ver al pasado sin disforia o dolor que se perpetúe al presente, cuando sea capaz de agradecer a este cuerpo y a esta psique —que siempre han sido míos y que me voy reapropiando cada día más— por sobrevivir lo suficiente para permitirme vivir el resto de mis días.

No puedo hacer nada por los años perdidos. Sin embargo, creo que descubrirme en cada pequeño renacer, reconocer que siempre estuve ahí, mientras invito a quienes han decidido quedarse a encontrarme en los recuerdos, es algo que sí puedo hacer. Como mencioné en un poema que escribí hace unos meses, autopublicado en mis redes sociales de escritor:

Negándome al olvido, pido ser encontrado

[…]

En esos mismos recuerdos, sin despojos

[…]

Caótico, edificándose a partir de sus ruinas

Encuéntrame en cada uno de mis renacimientos

Levanta a mi lado todas las cenizas

Consolidando lo que siempre estuvo en los cimientos.

(Cabrera, 2025)

Considero esta la mejor forma de celebrar tanto la muerte como la vida, en honor a esos dos duelos que, aun siendo distintos, van de la mano y son un recordatorio de que sigo siendo yo, aquel que guarda en su corazón al niño que vieron hace veinticinco años corriendo hacia el baño equivocado.

Todavía estoy aquí, disfrutando de la vida que siempre quise, acompañado de una mamá deconstruida a punta de amor por su hijo, de una hermanita que entiende —como una de las verdades del universo— que tiene un hermanote; de un tío que, sin compartir sangre, fue capaz de aprender a decirme “chamaco” de un día para otro; de un primo y una prima, cuyas respuestas a mi transición me sorprendieron de manera positiva; de un hombre que, sin esperarlo, se convirtió en el amor de mi vida, y en la taza de café que elijo cada día; así como de un puñado de amigos que se quedaron durante todo el proceso, que me sostuvieron con fuerza cuando lo necesité y que me apoyan en todo, incluso si no siempre me entienden.

Después de pasar años pensando que moriría solo, sin que nadie pudiera amarme, por ser quien soy, mi proceso me ha demostrado que nada está escrito en piedra, ni siquiera la muerte, porque siempre he creído que hay vida después de la muerte, y lo he trasladado a mí mismo.

A quien esté leyendo esto, sin importar si es una persona trans o cis, le pido pensar, validar y acompañar ese otro duelo del que no se habla pero existe. Por el momento en que no tengamos que confrontar un duelo a otro, sino que ambos se vivan acompañados. Por un mundo en el que celebremos la vida que surge de la muerte.

REFERENCIA

Cabrera, C., (2025, 31 Mayo). Transiciom(es) [Imagen adjunta] [Actualización de estado]. Facebook. https://www.facebook.com/photo/?fbid=1216541320471638&set=a.400525942073184