El príncipe que nunca fui

Sexto de primaria, grupo F, último salón del pasillo, uno de los menos alumbrados de todo el colegio, tanto, que incluso en las mañanas, cuando el sol ha salido, las luces deben estar prendidas. Falta una hora para salir al recreo y una de las lámparas titila. La maestra está dando su clase de historia. Mi compañero de al lado, Emmanuel, parece no disfrutar de la asignatura; juega con su lápiz y hace dibujos, mostrando una secuencia de dos maestros de kung fu en una feroz pelea en su libro de texto, de esos que la SEP regala al inicio del ciclo escolar.
La lección de hoy: Edad Media. Hace un par de días la profesora pidió una monografía del mismo tema y hojas de colores para hacer un tríptico. Mi compañera de enfrente corta las imágenes y pequeños cuadros de distintos colores para pegarlos en su trabajo. Con emoción, escribe los títulos y pinta algunos marcos alrededor de los recortes mientras la maestra continúa con su explicación de los feudos y las deudas de los campesinos.
En la primera mesa de la segunda fila está sentada Frida, la niña más bonita de todo el salón (y me atrevo a decir que de toda la escuela). Es conocida por todo el instituto ya que es parte de la escolta. Corren los rumores de que Emanuel, el abanderado, es su novio, pero ambos lo niegan. También dicen que Francisco, del grupo B, la está pretendiendo. No lo han desmentido. Desde hace semanas, cada lunes y miércoles, deja de jugar fútbol para estar con ella en los recreos. Incluso Paty, la mejor amiga de Frida, se reúne con sus amigas del D y los deja solos. Esto lo sé porque mis amigos y yo nos reunimos en las escaleras frente al auditorio, lugar que tiene la mejor vista de todo el patio de la escuela. Los martes y jueves, que es día de deporte, me uno a las cascaritas; los otros días prefiero sentarme y hablar de cualquier cosa porque el uniforme de diario es incómodo para jugar.
Todos los de sexto reconocemos que es un gran jugador de fútbol porque ha entrenado desde los 5 años. Cuando hay torneos, todos desean estar en su equipo para ganar, pero por esa fama se ha vuelto insoportable. Ha tenido la maña de quitar tazos en el recreo, pero Sergio, del C, se encargó de ponerle un alto cuando decidió adueñarse de la mitad del patio para jugar trompos. Los jugadores de fútbol intentaron quitarlo, pero Sergio no lo permitió y se enfrentó a Francisco cara a cara, hasta llegar a los golpes. Mi amigo del C era cinta amarilla en taekwondo, así que sobra decir quién pudo ganar aquel enfrentamiento. Desafortunadamente los maestros los separaron antes de conocer al ganador.
En lo personal, Francisco era un estudiante al que no le prestaba atención, excepto cuando lo veía con Frida. No fue hasta que jugué tazos por primera y última vez con él que comenzó a desagradarme. Fue una apuesta de a devis, todos sabemos que hay un riesgo de perderlo todo o regresar a casa con tazos nuevos. Cada uno colocó sus mejores piezas. Yo acababa de obtener un tazo de metal, así que aposté a mis buenas destrezas de tirador y lo coloqué. Quedamos que serían tres rondas, dejando la última como la definitiva. El primer turno fue a mi favor, el segundo un empate y en el tercero pasó la desgracia. Pidió un acomodis ilícito, colocó los tazos sobre una piedrita y al tirar se llevó los tres. Dijimos que eso era trampa, pero rompió el pacto de honor de los jugadores de tazos al no aceptar una revancha, alegando que había sido un tiro justo y que ahora mis tazos eran de él.
Cuando la maestra concluyó con el tema sobre la vida durante la Edad Media, nos preguntó: “Si ustedes hubieran vivido en aquella época, ¿qué les hubiera gustado ser?” Uno a uno, fila por fila, los niños decían que serían caballeros o reyes, las niñas decían que serían princesas o reinas, hasta llegar con Frida, quien, al igual que las demás, dijo que sería una princesa. Al escucharla sonreí, porque para mí ya era una princesa. Pensé en muchas respuestas ante aquella declaración. Si decía algo que le gustara, tal vez, sólo tal vez, tendría una oportunidad.
Pensé en diferentes situaciones, diferentes respuestas y reacciones, hasta dar con la frase perfecta. En mi imaginación, la maestra me hacía la pregunta y respondía: “Yo sería un príncipe para poder casarme con una princesa”. En seguida miraría a Frida y le sonreiría. Ella se sonrojaría, voltearía a ver a sus amigas, quienes estarían sonriendo y le harían burla por lo menos una semana. Probablemente el salón se dividiría entre burlas y expresiones de ternura. Incluso la maestra reiría…pero eso no sucedió.
Cuando por fin llegó mi turno, la maestra preguntó: “¿Tú qué serías, Valeria?”. Esa pregunta, ese nombre, me hizo volver a la realidad. En ese momento mi respuesta se esfumó, porque decir que quería ser su príncipe no era correcto.
Frida me miró, desvié la mirada y respondí con un frío y decepcionante: “No sé”. La maestra no insistió. Continuó con Emanuel, quien contestó que él sería un rey, y yo permanecí mirando lo que quedaba de la monografía recortada, pensando “si fuera niño… Frida, se fijaría en mí”.