En el nombre del padre ausente, del hijo queer y de su rebeldía a ser

En el nombre del padre ausente, del hijo queer y de su rebeldía a ser

Crecer, poder bromear y pensar que no es malo ser eso o aquello que, desde que tengo memoria, he sido: queer, disidente, rebelde y, ante todo, resiliente.

Cuando miro para atrás, me cuesta acomodar mi línea. No sé cuándo hubo tanta diferencia en mí o cuándo no la hubo. El rechazo es algo presente, algo que ninguna cantidad de neblina borra, y es el único recuerdo coexistente.  ¿Conoces ese rosa opaco? Capaz y no, y si es así, entonces sabrás mirar de más a las personas, fijarte en aquellas voces agudas que “no pertenecen”, violentar faldas, negar nombres o, incluso, aplaudir abucheos, ya que, muy probablemente, lo diferente te genera miedo y rechazo.

No sé cuántos años tenía la primera vez que descubrí que la “M” lastimaba tanto, y tampoco creo saber cuándo será la última vez que me dañe.

¿Se puede tener errores en un sistema que no es capaz de aferrarse a sus reglas? ¿Por qué se busca regular la variación en el cambio? Todo nuestro alrededor está en constante movimiento; sancionar lo diferente es una contradicción que atrapa y castiga de manera injusta.

Si pienso en mis primeros reflejos, no sólo me veo a mí, sino que también veo aquellos ojos que me miran como algo malo, pero que, en ese entonces, no entendía por qué. Las señoras decían que El Señor lo sabría, o que crecería y me curaría gracias a Él. ¿Padre? ¿Señor? ¿Poderoso? No sé si alguna vez te vi. De haberlo hecho, me podrás recordar llorando y con un cuchillo entre mis manos, deseando ser alguien más.

Ruega por mí, no ruegues por ellos. Perdona mi existencia, que es la mayor ofensa para mi familia. No dejes que los niños del jardín crezcan y noten lo erróneo que soy. Prefiero arder por asesino, si eso significa que morirás por mis pecados. Que las llamas me quemen y que el maligno me tome por retumbar a gritos tu nombre en vano.

Tal vez si me aprendo el Credo, y voy bien vestido, Tú o el otro respondan a mis súplicas. Me arrodillo como te gusta, tomo de las manos a gente extraña, dejo mi autenticidad en tus puertas y finjo que no me tiemblan las manos ante tu cruz de mármol. La verdad es que, de pequeño, no llevaba lentes; por eso no te vi nunca. O quizás la señora Lupita tenía razón y las personas como yo estamos condenadas a no encontrarte. Pero ahora que sí sé de eso, ya no me da temor irrespetarte. ¿Qué creencia y qué afecto se merece alguien que proclama haberme hecho a su imagen y semejanza,  si jamás se esforzó en cuidarme?

De salvador tienes poco, porque aquellos hijos a los que sí cuidaste fueron los protagonistas de mi sangre y mis miedos; pero de padre tienes mucho, porque eres igualito al mío: me diste la vida, me dejaste una marca que quema a diario y, sin embargo, lo único que hiciste por mí fue irte antes de siquiera conocerte o poder llamar tu nombre.

A veces me gusta imaginar que existes, y que saber que no creo en ti o que tomé la oportunidad de escapar de tu rebaño es algo que te castiga y lastima, que miras hacia abajo con arrepentimiento, y me extrañas, porque piensas en ese hijo que nunca tuviste el valor de quedarte, una vez más, eres mi padre.

Cuando mis miedos y pasados rondan, pienso que tal vez sí eres salvador, que tu divinidad es real, que puede ser que ese secreto evidente, esa diferencia, y eso que me hace irremediablemente yo, fuese la causa de tu partida; que lo debiste haber sentido como lo sienten las personas del templo, como lo sienten mis maestros y compañeros, como lo siente mi familia o como lo sienten los hombres que me miran. Quizás sea más fácil culpar a tu abandono y no a mis labios que anhelan besos confusos, o a mi  rechazo hacia aquel concepto de género que se me otorgó.

¿Sabes? Es extraña la sensación de no pertenecer nunca, de haber tenido que moldear mi entorno y cargar con la culpa que conlleva mi existencia. Pero, si pudiera cambiarlo, no lo haría. Quizás sea que me acostumbré a no tenerte, que desde chico he sido contestón, y que la resistencia es algo de lo que no quiero desapegarme. Muchas veces quise irme de aquí, tan lejos como para comprobar tu existencia e invalidar la mía, pero no lo haría por ti, que no tienes rostro, ni por mi madre, ni por mí.

Entre tantos eventos y tanto rechazo, me quedé con ese hueco y abandono. Pero entre tantas manifestaciones y gritos, soy amado, porque como buena oveja negra, no sólo a mí se me ocurrió irme del rebaño. Ahora corro libre junto a mis amigues, y ya no pienso nunca en ti. Así que, querido padre extraño, me despido y te agradezco por haberme abandonado.