Género, espectros y la pérdida de identidad
But if I gave up on being pretty, I wouldn’t know how to be alive
—Brand New City, Mitski
Siempre me he sentido incómoda en mi piel. Al escribir este ensayo personal, reconozco que es una afirmación vulnerable en exceso, pero es cierta. Escribir, hablar; incluso pensar en mi propia identidad me provoca una profunda angustia. ¿Quién soy? ¿Quién es ese “yo” que enuncio? Con el tiempo, he comenzado a nombrar esa angustia como una forma de duelo. Pero, ¿qué he perdido exactamente? O mejor aún, ¿a quién he perdido? He perdido al “yo”. Al “yo” que podría haber sido, o mejor dicho, al “yo” que nunca fue. Ese “yo” espectral que me eriza la piel. Ese “yo” que me acecha, me embruja.
La feminidad nunca me ha resultado fácil. Siempre fui demasiado torpe, demasiado brusca, demasiado gorda, demasiado ansiosa, desgarbada, fea. Esa imposibilidad de habitar la feminidad, de siempre sentirme inadecuada, es violenta, es cruel. Incluso si al final es una performance. El género es una performance para la que nunca fui buena.
En 1990, Judith Butler, referente fundamental de la teoría queer y del feminismo postmoderno, escribe el Género en disputa y le deja saber al mundo que el género no es algo que somos, sino algo que hacemos. El género se construye a partir de una repetición ritualizada de actos, gestos; el cuerpo obligado por sanciones sociales, tabúes. El sujeto, o más bien, el objeto de la estilización del cuerpo de una temporalidad social constituida (Butler, 1988, 1990). Esto lo sé perfectamente; conozco la teoría. Aún así duele, duele el saber que nunca seré The Divine Feminine. Una ficción, fantasía, casi mitológica.
Yo prepubescente comprendió que si no era mujer, entonces no era hermosa. Y si no era hermosa, no era deseada. ¿Deseada por quién? Por los hombres, por supuesto. Mi existencia, validada por el deseo que podía o no despertar en los varones en mi entorno. Si no era mujer, no era bella. Si no era bella, no era deseada. Si no era deseada, no existía. Mi existencia parecía depender del deseo masculino, que operaba como mecanismo de validación. Comencé a preocuparme con desesperación por mi apariencia. Aprendí la restricción, la mesura, a pasar hambre, a disciplinar el cuerpo. La estética: la moneda de la economía del sufrimiento (Bordo, 1993).
Un refrán viejo sentencia: “Aunque la mona se vista de seda mona, mona se queda”. A mis ojos, no importa cuánto me esforzara; era un disfraz, una botarga; risible, ridículo, grotesco, monstruoso. Empecé a sentir resentimiento hacia las mujeres que me rodeaban. No tan humanas como yo, no viscerales, ajenas.
Laura Mulvey presenta la idea de “la mirada masculina” (male gaze) en su obra Visual Pleasure and Narrative Cinema (1975), como una herramienta teórica para explicar cómo son retratadas las mujeres en el cine clásico de Hollywood, esto es, como objetos de deseo visual para los personajes masculinos y para el espectador (también, implícitamente, masculino). Por lo tanto, la mujer es una imagen más que un agente; existe para ser vista, no para ver.
A pesar de haberse originado en el campo de los estudios cinematográficos, el concepto se ha utilizado en una amplia gama de ámbitos de la vida cotidiana. Esta expansión puede considerarse teóricamente problemática porque desdibuja su contexto original de análisis estructural del lenguaje visual, pero también porque revela hasta qué punto esta lógica de representación atraviesa nuestras formas de ver y ser vistas en el mundo.
Con frecuencia, el término aparece acompañado de una cita de la autora Margaret Atwood en artículos de opinión o ensayos sobre el mismo: “Eres una mujer con un hombre dentro observando a una mujer. Eres tu propio voyeur” (Atwood, 1999, p. 471). Siempre me ha inquietado esta cita. Me inquieta porque no me es ajena. Yo sé, yo sé que hay un hombre dentro de mí mirando a una mujer. Pero esa mujer no soy yo, y ese hombre no es completamente otro. Es una configuración espectral y ambigua donde se entrecruzan el deseo, la vigilancia y la validación. Soy a la vez la observadora y la observada, en una coreografía alienígena.
Lo espectral de quien observa, de lo identitario, es su condición de inasibilidad. Soy lo que no soy, y no soy lo que soy. Cuando cuido mis palabras, cuando oculto el cuerpo. Cuando lo exhibo. A medida que comencé a habitar la adultez, encontré refugio en lo extraño, en lo bizarro, en lo cuir. Mientras leía, aprendí, odié, amé y encontré consuelo al nombrarme no binarie. ¡Eureka! No odiaba mi cuerpo de mujer, pero había un hombre en mi cabeza, y lo más inquietante era que aún deseaba ser deseada. Posicionarse fuera de la binariedad me permitió explorar mi propio deseo. No como un ser asexuado, sino al permitirme vivir una sensualidad sin vergüenza. Encontré satisfacción en la androginia; en fetichizarla, incluso. Pero con el tiempo también comenzó a desgastarse, a volverse insuficiente.
Un cuerpo —mi cuerpo— no es una forma fija; no es contenedor estático de una esencia. No hay cuerpo sin inscripción, sin gramática. La composición lingüística, codificarse desde lo liminal —o desde la no binariedad— no desafía la taxonomía del mundo. La mercantilización es voraz y el lenguaje territorializa a los cuerpos (Preciado, 2008, 2019).
Donna Haraway, en Las promesas de los monstruos: una política regeneradora para otros inapropiados/bles (1999), recupera la figura del monstruo como estrategia de resistencia simbólica. Si antes utilicé esa imagen para nombrar mi feminidad fallida o grotesca, hoy sé que esa monstruosidad es la clave: lo monstruoso como aquello que habita los bordes, mezcla categorías y desestabiliza los órdenes naturalizados.
En ese sentido, ¿no es el género mismo una fábrica de monstruos? O al menos una maquinaria de producción de subjetividades monstruosas; esas que fallan en ser mujer, que no logran ser hombre, que se arrastran por los huecos con vergüenza o con rabia. Lo monstruoso, entonces, no es el otro; es lo que emerge cuando lo normativo no alcanza a nombrar, cuando el lenguaje mutila.
Todavía estoy de luto. Por la mujer que no fui, por aún no saber quien soy. Pero también hay alegría en ese luto. Lo cuir me sostuvo. Lo trans, lo extraño, lo bizarro. Ahí están mis amigues. Quienes también habitan el género como herida, como juego, como campo de batalla. Ahí puedo existir, a medias o en exceso. Al final, tal vez soy cyborg, monstruo o espectro. No quiero volver al útero de la diferencia sexual, ni a la pedagogía rosa de la feminidad, ni al fetiche andrógino del no binarismo blanco, flaco, higiénico. Soy interferencia. Soy una distorsión. Una escritura defectuosa.
Referencias:
- Atwood, M. (1999). The robber bride. Seal Books.
- Bordo, S. (2001). “El feminismo, la cultura occidental y el cuerpo” (M. Silva, Trad.). La ventana. Revista de estudios de género, 2(14), 7–82. Universidad de Guadalajara. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5202428
- Butler, J. (1988). “Performative acts and gender constitution: An essay in phenomenology and feminist theory”. Theatre Journal, 40 (4), 519–531. https://doi.org/10.2307/3207893
- Butler, J. (2007). El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad (Ma. A. Muñoz, Trad.). Paidós.
- Haraway, D. (1999). “Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros inapropiados/bles”. Política y sociedad, (30), 121–164.
- Martínez Ramírez, R. D. (2024). Aproximación a un enfoque minoritario de las teorías queer: Hacia las posibilidades de pensar lo dislocante. [Tesis de maestría, Universidad Nacional Autónoma de México]. Repositorio UNAM. https://ru.dgb.unam.mx/bitstream/20.500.14330/TES01000858756/3/0858756.pdf
- Mulvey, L. (1975). “Visual pleasure and narrative cinema”. Screen, 16(3), 6–18. https://doi.org/10.1093/screen/16.3.6
- Preciado, P. B. (2019). Un apartamento en Urano: Crónicas del cruce. Anagrama.
- Reyes García, S. (2023). “‘Devenir-travesti’ o la resistencia de las ‘locas’: La prototeoría queer de Néstor Perlongher ante el advenir de las identidades LGBT+”. Caracol, 25 (enero/junio), 75–106. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=9002187
- Valencia, S. (2025). “Del queer al cuir.” ReCIA — Revista del Centro de Investigación en Artes, 1, 1–18. https://doi.org/10.21134/tvnr7998