La bruja del baño

La bruja del baño

Llegó de repente, como si una ventisca la hubiera traído hasta nuestro salón. Con dos trenzas alborotadas, las mejillas chapeadas y el uniforme desteñido, de un tono de rosa diferente al oficial, como si estuviera apagado. Así llegó Monse.

Yo le hablé por primera vez en el baño. Fue un lunes muy caluroso, después de educación física, cuando coincidimos en la espera de que se desocupara un cubículo. Ella miró hasta el fondo con la frente humedecida y vio que el último estaba vacío. Ese está solo, me dijo. Está roto y no sirve, y además ahí vive la bruja, le dije. Ella me miró tranquila. ¿Y qué pasa si entro? Te puede embrujar, o peor aún, te puede convertir en algo horrible. No me da miedo, dijo y entró al último baño. Yo me quedé sorprendida, y una vez adentro, Monse gritó ¡Bruja, bruja, bruja! Tuve el impulso de salir corriendo, pero me quedé quieta. Después, Monse salió, riéndose tan despreocupada que me terminé riendo con ella, y ya más tranquilas, las dos le gritamos de cosas a la bruja. Ese día nos hicimos amigas.

Muy rápido nos volvimos inseparables. Por esos días, cuando el calor se volvía sofocante, Monse y yo nos escapábamos de la escuela por un muro secreto que estaba muy bajo y por el cual resultaba fácil saltar. Nos íbamos a su casa y le decíamos a su Abue que se habían cancelado las clases por las olas de calor. Estoy segura de que la viejita no nos creía nada, pero aún así, siempre nos dejaba pasar y nos daba quesadillas con jamón. Monse y yo nos pasábamos las mañanas bebiendo leche fría, acostadas en su cama con el ventilador prendido, escuchando los maullidos de sus gatos. Un día especialmente caluroso, Monse se quitó el uniforme rosa desteñido, y después el sujetador. Tengo mucho calor, ¿tú no?, me dijo, yo le respondí que sí e hice lo mismo. Luego se volvió común que Monse se quedara dormida junto a mí, y a mí me palpitaba tanto el corazón que tenía miedo de despertarla. Tenía la cicatriz de la vacuna en uno de sus brazos, y un lunar justo arriba del pecho.

En mayo empezamos a ir juntas a clases de natación después de la escuela. Cuando la clase terminaba, justo antes de salir de la alberca, a Monse y mí nos gustaba hundirnos. Ella rodeaba mi cuerpo con sus piernas y nos sumergíamos. Yo me quedaba paralizada. Sin embargo, por dentro sentía mil cohetes estallándome en el estómago, en la cara; en toda yo, hasta en los pies. Cuando los vestidores estaban llenos de mujeres y el vapor empañaba los espejos, Monse y yo nos bañábamos juntas para más rápido, pero también para reírnos, hablarnos y volver a encontrar su lunar.

Casi todos los días en la escuela, después de la cuarta clase, íbamos al patio a dar la vuelta. Paseábamos por los salones de los muchachos de tercero para verlos y para que ellos nos vieran. Más bien a ella, que nunca le faltaron pretendientes y era muy bonita. Su feo uniforme desteñido nunca logró opacar su belleza. Monse siempre decía lo mismo; que no tenía tiempo para novios. En ese entonces yo tenía acné, era muy flacucha y menos agraciada; sin embargo, ella siempre me tomaba del brazo y me decía que las dos éramos las más bonitas de la escuela. Aun así, Monse siempre buscaba sin descanso que alguien le dijera que era muy guapa, que la quisiera. Amaba que la amaran, así era ella.

En una ocasión, Monse mecía su cuerpo esbelto y miraba fijamente a nuestro maestro de español. Le preguntó por qué nos había puesto ochenta y cinco de calificación. El maestro bigotón, repentinamente coqueto, sacó su lista y nos la cambió a cien, excusándose, entre risitas, con que se había equivocado de alumnas.

Los muchachos de tercero le mandaban fotos de pitos. Monse me las enseñaba. Yo nunca había visto uno y me parecieron muy feos. Siempre nos reímos de esas fotos, pero en el fondo yo me aguantaba las lágrimas.

En los límites de la escuela teníamos un pequeño escondite detrás de una gran piedra frente al muro bajo. Ahí Monse me enseñó a fumar, a tomar cerveza y a maquillarme. Hablábamos y hablábamos; de ella, de mí, de los problemas en su casa, de los problemas en la mía, de irnos de viaje, lejos, al mar. Lo primero que haría sería correr y meterme al agua, me dijo un día. ¿Y no te dan miedo las olas?, le pregunté. No; me da más miedo quedarme aquí.

Parecen novias, nos empezaron a decir las muchachas de nuestro salón. Al principio nos reíamos como si fueran chistes, bromas, pero la cosa sólo fue empeorando. El chisme de que éramos novias y nos besábamos en los baños, detrás de la gran piedra, o cuando el salón se quedaba solo, se propagó como peste. En pocos días, gran parte de la escuela nos conocía como Las lenchas de segundo B. Hasta los muchachos que pretendían a Monse se empezaron a burlar de nosotras. Cuando nos veían, formaban con las manos dos tijeras que se entrelazaban, y se reían como puercos. Un jueves gris amenazante de lluvia, Monse me dijo, mirando al suelo, que le gustaba un muchacho de tercero C que se llamaba Santiago. Luego yo le dije, mirando al suelo, que a mí me gustaba otro de tercero A que se llamaba Isaac. Pero en realidad no me gustaba, y sabía que a ella tampoco.

Yo sólo pensaba en Monse: Monse riendo, Monse dormida, Monse en la alberca, Monse en la regadera, Monse fumando, Monse en mis sueños, Monse todo el día y toda la noche. Monse, Monse, Monse. Palidecí. Me sentí mal; embrujada. El miedo se me metió al pecho. Llegué a pensar que aquella primera vez en los baños, cuando nos empezamos a burlar de la bruja, esta me había lanzado un hechizo silencioso que lentamente hacía que perdiera la cordura y la tranquilidad. Me encontraba borracha de Monse, alborotada por una pasión nunca antes vivida. ¿Cómo se podía explicar aquello sino por un desafortunado embrujo? Empecé a tener miedo en todo momento y poco a poco me fui alejando de ella. Dejamos de abrazarnos, dejé de ir a su casa, dejamos de escaparnos por el muro bajo, dejamos las clases de natación, dejamos de dar la vuelta por el patio, dejamos de ir a la gran piedra, dejamos de reírnos y dejé de sentarme a su lado. A veces la observaba de reojo. Casi siempre estaba mirando hacía la ventana en dirección a la gran piedra y al muro bajo, pero yo me daba cuenta de que su mirada se extendía más allá, hacía los techos de las casas, hacia los coches de la calle, hacia ese punto en el que la vista ya no alcanza.

Recuerdo esos días tristes y callados cuando, después de la escuela, iba a casa y me encerraba en mi cuarto a llorar, a suplicarle al cielo que me quitara el embrujo o que me convirtiera en hombre, que despertara al día siguiente con la voz grave y uno de esos pitos que me enseñaba Monse. Pero eso nunca sucedió.

Se fue de repente, como si una ventisca la hubiera llevado muy lejos. Ese día, en la escuela, bajó al baño y ya no volvió. Preocupada por su tardanza, bajé a buscarla y un grupo de muchachas, al verme, comenzó a reírse. Me dijeron que había perdido para siempre a mi noviecita. ¡La bruja la embrujó por tu culpa! Yo no les creí. Las llamé mentirosas. ¡Pues asómate al último baño, lencha!, me dijeron. Caminé al último cubículo llena de miedo, con las piernas temblorosas y aguantando el aliento. Abrí la puerta lentamente y ahí, en medio de ese cubículo sucio y rayoneado, se encontraba un nuevo retrete, color rosa desteñido. Grité espantada y detrás de mí estallaron las risas de las muchachas que sonaron como animales chillando.

Salí corriendo del baño hacía el muro bajo. Lloré sin parar; ya no podía soportarlo. Subí por el muro y salí de la escuela. Corrí sin dirección, con la vista cubierta de lágrimas. Un carro pitó y se detuvo a tiempo. ¡Fijate niña!, me gritó el señor. Asustada, me fuí corriendo para el otro lado. Corrí por las cuadras largas y empinadas, y justo antes de doblar la esquina, me paré en seco, como si hubiera chocado contra la barrera invisible que hace semanas nos separaba. ¿Cómo era posible estar enamorada y tener tanto miedo?

Entonces la ví. Iba con su uniforme desteñido, pateando una piedrita por la otra calle.. No pude más que sonreír mientras veía como se alejaba y se hacía cada vez más chiquita.

Sin ninguna duda supe, como si lo hubiera sabido siempre, que caminaba hacía el mar.