Nacida Católica
My name is a fragrant cup of tea
Today I feel like the idle paschal candle flickering on the corner of my agnostic home
Sometimes I am a lukewarm oven
Sometimes I am a mismatched tile
But always I am on my feet
I ask myself, “will I ever get used to burying my dead?”
And the answer is a lonely flame calling for the God my mom still prays to
—Poema escrito a partir de los recursos didácticos de Joseph Fasano
El año pasado falleció mi tío. No fue la primera muerte en mi familia, tampoco fue la más cercana ni la más dolorosa, pero fue “mi primera muerte”; el primer nombre con rostro en el altar de muertos que adornó mi casa unos meses después. Fue la primera muerte que lloré por mí misma, no por las lágrimas de mi abuela o la tristeza de mi padre. Lloré por mi dolor, por mi nostalgia.
La noche del naufragio, mientras me abrazaba al pecho de mi pareja y lloraba con resignación —una certeza insoportablemente asfixiante—, me invadió un terror tan inesperado como la noticia de su deceso: ¿Cuándo se acostumbra uno a cargar con sus muertos?
Los días siguientes estuvieron marcados por un sordo sentimiento de duelo y la acción automática de prender el cirio pascual que vigila mi ateísmo desde una esquina de tradición y reliquias variadas —regalos de mi madre y mi suegra—. Nueve días, los nueve rosarios que podría rezar de memoria pero no por convicción. Nueve días de rumiar mis sentimientos sobre ese pequeño altar. Nueve días de darme cuenta de la necesidad de una fe que abandoné al tiempo que descubrí mi identidad cuir.
Nací católica, fui bautizada y confirmada. Aún asisto cada año a la Vigilia Pascual y me gusta la imagen de una iglesia silenciosa y oscura, iluminada sólo por la esperanza de cientos de cirios que arden por horas. Aún recito La Magnífica cada vez que me siento en peligro —en un ejercicio esotérico de memoria muscular— y aún lloro escuchando La Niña de tus Ojos con la misma ternura de la primera vez. Pero mi fe está irremediablemente rota desde los diecisiete, cuando me enamoré de P y me imaginé un futuro a su lado.
El amor por ella se anidó en mi corazón durante dos años, pero el miedo llegó apenas a los tres meses, cuando comprendí que lo que yo sentía era impuro. Enamorarme de una chica —eso éramos, dos niñas enamoradas— me despojaba del privilegio de la “normalidad”, me volvía una paria para la fe a la que había abrazado toda mi vida. ¿Cómo podía seguir buscando refugio en un lugar que veía aberración donde yo sentía paz?
Y así fue como me alejé. Nombrarme atea no fue difícil al principio; me sentía desafiante ante una familia católica y ante el primer sistema de creencias que había moldeado mi forma de pensar. Era mi primer paso a la libertad. No necesitaba nada ni a nadie porque no eran ellos —la religión— quienes me rechazaban, era yo quien se había desarraigado. Una exiliada política que en realidad era una huérfana.
Luego llegaron más muertes, más cambios, más incertidumbre. Y comprendí lo violento de tener que renunciar a la esperanza, al lenguaje común de una religión que me regaló a la comunidad que fue mi primer hogar y que sostuvo mi desarrollo emocional sin que me diera cuenta. Aún así me convencí de que no necesitaba paz ni remanso; mi espiritualidad unipersonal era suficiente para no tener que regresar entre lágrimas y vergüenza como el hijo pródigo. Así avanzó mi vida adulta. Hasta “esta muerte”. El dolor de perder una vida de la que fui parte, sin la esperanza de un reencuentro, es desgarradora, y aunque quisiera aferrarme a la esperanza en la resurrección de los muertos, ya no me es posible. Alejarme de la religión y abrazar mi diferencia —como si fuera una especie de consecuencia lógica—, me ha vuelto una persona que no cree en la vida después de la muerte. ¿Fue ese el costo de poder vivir en mi piel sin vergüenza?
Quisiera saber si soy la única que tiene esa herida atravesada, porque el dolor más certero de mi existir y de mi ser es haber tenido que abandonar algo que creí tan permanente como mi fe, en un acto traumático de supervivencia emocional. Me siento errante en el desierto, sin una promesa que guíe mis pasos. Por eso espero que el dios al que mi madre le reza sea bondadoso con ella y conmigo —aunque sea por añadidura—. Espero también poder sanar la herida de extirparme la omnisciencia de mi dios de golpe. Espero poder cargar con mis muertos algún día.