Refracción

Refracción

—No sé qué hacer.

Max está sentado en la escalinata frente a la iglesia a la que ha venido todos los domingos desde que tiene uso de razón. No es domingo, y Max ya no está tan seguro de que el ritual de la misa le traiga algún consuelo, de que lo reconforte de la misma manera en que siempre lo ha hecho. No sabe a quién se dirigen sus palabras; no sabe si sus murmullos apagados y roncos son oídos por alguien antes de desvanecerse entre los escalones. No puede pensar más allá de cuánto duele, duele, duele.

—No sé. No sé estar solo. No sé cómo seguir, carajo. No sé cómo seguir sin ese pedazo de mí.

Max se deja caer hacia atrás hasta que su espalda y cabeza reposan contra la pared de la iglesia.

La luz del sol matutino crea sombras con orillas difuminadas en los escalones de piedra. Si Max tuviese fuerzas para mover siquiera una mano, tal vez intentaría trazar sus bordes inciertos con la punta de un dedo. Se limita a recorrerlos con la mirada. Las sombras se pierden en la luz y en la oscuridad, la transición es fluida y sin interrupciones; es imperceptible el momento exacto en el que la luz deja de ser luz para convertirse en sombra, en que la sombra deja de ser sombra para convertirse en luz.

La pared de la iglesia está tibia.

Max cierra los ojos y respira con dificultad alrededor del nudo que se ha ido instalando en su garganta desde que llegó a la iglesia. No puede evitar ver detrás de sus párpados la cara de Héctor, con esa sonrisa que irradiaba una calidez que le ponía la piel de gallina desde la boca del estómago hasta la cabeza y las puntas de los pies. La sonrisa que podía sentir formarse entre beso y beso, cuando se detenía a decirle “te amo”. La sonrisa que nunca volverá a ver.

Desde el interior de la iglesia, los feligreses cantan.

Si el grano de trigo no muere

Si no muere, sólo quedará

Pero si muere, en abundancia dará

Un fruto eterno

Que no morirá

Max vuelve a encogerse sobre sí mismo; su abdomen se contrae, sus brazos lo envuelven y su frente choca con sus rodillas. Quiere gritar, pero apenas logra forzar entre dientes apretados un quejido a media voz.

—¿Por qué?

El resto del grito se le sale por los ojos, escurre por sus mejillas hasta regresar a sus labios y culmina en un sabor salado.

No sabe estar solo. El remedio más efectivo para su dolor siempre fue un abrazo de Héctor, una mano cálida en su hombro, en su mejilla, en su cabello. Una caricia, una palabra suya bastaría para que todo volviese a estar bien. Un rato juntos, acurrucados, tumbados con los ojos húmedos y todo lo malo sería pasajero. Aquí, solo, con los ojos húmedos pero sin ningunos brazos que lo sostengan, sin los murmullos de consuelo que antes fueron su salvación, puede sentir todo dentro de sí desmoronarse. Más allá de sus párpados cerrados, la oscuridad parece no tener fin.

Las puertas se abren y el mar de gente sale de la iglesia, dando pasos cuidadosos y mascullando bendiciones en voz baja cuando pasan a su lado. Su silencio relativo se hincha de ruido, de conversación, de pasos, de gritos infantiles, de autos arrancando, de risas. El cúmulo de asistentes a la misa lo esconde del sol. Max permanece sentado un rato, deseando que el ruido lo abandone una vez más. Aunque disminuye y fluctúa, nunca desaparece del todo. Max ve desde su posición, entre sus propias rodillas, a una sombra apartarse y abrir paso a un rayo de sol que arremete contra él como un reflector. Alza la vista. La muchedumbre se ha ido, pero la calle de la iglesia siempre ha sido muy concurrida.

A un par de metros frente a él, observándolo con curiosidad, ve a una niña pequeña tomada de la mano por una persona adulta que debe ser su pariente. Cuando sus ojos se encuentran, los de ella se abren de golpe y en un momento se esconde en las ropas de su acompañante. Max siente las comisuras de su boca tensarse ligeramente hacia arriba, casi por voluntad propia.

De un momento a otro se halla capaz de moverse. Con un esfuerzo enorme se apoya en el muro de la iglesia y se pone de pie. Después, recuerda que para caminar es preferible colocar un pie frente al otro y mirar hacia dónde se anda. Sin despegar los ojos del suelo y de sus zapatos negros, que son el único par bien cuidado que tiene, entra a la iglesia.

Los pasos de Max hacen eco en la capilla vacía. Adentro encuentra el silencio que tanto anhelaba, pero el mármol frío y el cristal frío y la madera fría no le permiten acomodarse en su seno. Al pasar frente a la imagen de Cristo se santigua, y no se detiene a pensar si siente en ello una conexión divina —antes no lo hubiera dudado, pero no le parece algo que pueda comenzar a preguntarse a los treinta y dos años—.

Salva con pasos inseguros la distancia hasta la zona de la iglesia destinada a los nichos. Al pasar por el umbral, entona en voz baja una oración.

Max camina a través de un pequeño laberinto de muros huecos que contienen pedacitos del alma de otras personas como él. Cada cuadrícula cuenta una historia diferente, y todas hablan de lo mismo. Hay a veces una flor, una nota adhesiva o dos o diez, un rosario, una imagen de algún santo. A lo largo de su breve pasión se cruza con mil historias como la suya; la iglesia estuvo llena, pero el lugar está vacío.

Después de una o dos vueltas erróneas, Max llega al nicho 327.

Familia Ojeda

¿Podrán descansar en el mismo lugar? Esa placa metálica lo hace parecer difícil.

Esta sección del área de nichos está bien iluminada con luz natural. La eligieron los padres de Héctor; creían que a él le hubiera gustado la vista al jardín. En la pared opuesta a los nichos hay un enorme ventanal con un vitral que muestra una escena bíblica. Los rayos de luz se dividen en blancos y rojos y azules y verdes y amarillos y colorean la habitación con su fulgor.

Max coloca una mano sobre la piedra bien pulida de la tapa del nicho. Casi puede ver sus contenidos: una pequeña caja de madera con una cruz metálica incrustada. Héctor Ojeda Martínez. 1987-2020. Una fotografía que él hubiera odiado; nunca aceptaría lo guapo que salió. Una caja más pequeña, también de madera, llena de pétalos de flor secos.

La piedra está tibia. La voz de Max sale quebrada y tenue.

—¿Sería demasiado egoísta pedirte que me digas qué hacer?

Se queda así, comulgando en silencio con lo único que le queda que es verdadera e inequívocamente sagrado, sin contar el tiempo. La luz sigue entrando por el ventanal y la piedra y su mano siguen compartiendo calidez.

—¿Tú también tienes a alguien en el cielo?

Una voz pequeña se alza desde la nada aparente a sus espaldas. Max la reconoce antes de volverse a mirarla, aunque la haya visto una sola vez un rato antes. Una vez más siente cómo sus labios lo traicionan y se forman en algo muy parecido a una sonrisa, y sus ojos se abren y se encogen en ese gesto tan familiar y a la vez tan extranjero. Asiente con la cabeza.

Ella se acerca. Max nota que tiene un puñado de flores silvestres en la mano. Las pondera un momento, como si las estudiase.

—Mi tía dice que no las pueden ver, pero yo creo que aunque no las vean saben que nos acordamos de ellos.

La pequeña toma con delicadeza una de sus flores, una ramita cubierta de pequeños brotes con pétalos morados, y la mira por un segundo antes de extendérsela a Max.

Él toma la flor. El nudo vuelve a instalarse en su garganta.

—Gracias.

La pequeña le sonríe. Es una sonrisa que no debería tener una niña; refleja algo demasiado parecido a lo que siente Max dentro del pecho. Se aleja con pasos silenciosos y desaparece tras un tramo más del laberinto.

Max observa la flor —que sería más preciso describirla como una ramita cubierta de flores—: sus diminutos pétalos son de un color morado suave que le recuerda al auge de la primavera. Bajo la luz colorida del vitral se iluminan en diferentes tonos violáceos, rojizos, marrones… La base del tallo, en donde terminan las hojas delgadas y rectas, es más pequeña que el espacio entre las tapas de los nichos. El inconfundible olor del romero llena su nariz.

Max coloca el tallo, con cuidado de no lastimarlo, sobre la tapa del nicho de Héctor. La observa un momento. Cierra los ojos y eleva una oración silenciosa a quien esté escuchando. Coloca de nuevo, a manera de despedida, la mano sobre el nicho.

La tapa está tibia.