Siempre que quieras verme

Para Alva, que un día deseó viajar al pasado
...lo único que les quedaba a las mujeres era esperar;
sobrevivir a ese estado de expectación comprimida es una proeza femenina
—La mirada distal, Ninah Basich
Contrario a lo que quizás imaginas, yo nunca dejé de pensarte. Algunas noches, antes de llegar aquí, sentía que mi error más grande en la vida había sido abandonarnos. Al regreso de Thomas, él y yo nos casamos; fui a Levittown con el entusiasmo compartido por todas las mujeres que sí alcanzaron a ver a sus hombres volver del campo de batalla. Estaba cegada por la euforia colectiva: por más que yo no las sintiera un hogar, llegar a esas nuevas calles de casas enfiladas era emocionante. En cuanto pasé de ser tu Marnie Hays a ser Maggie Bennett para el 48, y llegó el pequeño Michael a nuestras vidas, no había manera de tomar camino hacia atrás. Me arrepentí en ciertos momentos, pero tampoco me hice el tiempo para escribirte otra vez. Cinco años más de correspondencia unilateral a falta de agallas para pedirte perdón. Oh, Millie, lo siento tanto. No hay peor desasosiego que el del miedo que vence al amor. Estaba aterrada; sabes bien cómo volvieron los hombres: bajos de moral, su alegría no era más que una fachada de cartón. Debí contártelo todo; cómo, a pesar de su padre, Mikey creció amoroso y amable. En su cariño juguetón estabas tú. No sé cómo, pero partes de ti entraron en él.
El silencio es un juez, y por lo tanto, también condena. No me imagino lo sola que te habrás sentido tú. Recuerdo haber leído, con risas y entusiasmo, la noticia de que se decidió renombrar el hospital en memoria de Clara Mass. Alguna vez me contaste su historia, de cómo fue estudiosa de la fiebre amarilla y eso mismo la mató. Mildred Taylor Elis, tú siempre tan lista, interesada en las mujeres que nos antecedieron, dignificando sus vidas; y yo embobada por ti, incluso si el miedo se apoderó de mí. Eso fue en el 52. ¿Cuánto tiempo más pasaste sola? Belleville es un lugar hostil y yo no pude decirte que ya no estaba allí. ¿Te posaste en la ventana a la espera ilusoria de que volviera a aparecer? Me imagino tu mirada, romántica pero desafiante, buscando la sombra entre el único árbol que adornaba el pedacito de esquina de tu casa en la calle Bremond. Entrecierras los ojos y tratas de formar mi silueta entre las ramas y hojas que empiezan a salir.
Me esperaste como la mayoría los esperaron a ellos, sin tener certeza de nada. Te tocó esperar dos veces y ninguna de las dos viste un regreso. El día que tocaron a la puerta para decirte de la muerte de Louis, supuestamente honrosa para la nación, durante la Batalla del paso de Kasserine, fue el día en el que decidiste que por fin podrías ser tú. Pero lo hiciste por coraje, porque él no pudo hacer lo mismo. Oculta por las presiones de nuestro tiempo pero decidida a amar sin medida en su verdadero honor.
Cuando el espacio doméstico nos forzó a abandonar las oficinas, mientras picaba verdura para la cena de Thomas, le preguntaba a la ventana y esperaba tu respuesta, por si acaso. Cuestionaba, entre la crueldad y el arrebato con el que se nos trató, si después de que pisaran suelo continental de vuelta, otras mujeres, las que sí accedieron a un matrimonio con tal de corregirse, también esperaban que la ausencia fuera la razón de su goce, que la muerte de sus supuestos amores les diera la oportunidad de amar a otras mujeres o hacerlo entre sí.
Nosotras lo hicimos así, Millie, desde aquél día en el que me mandaron a entregar documentos al hospital. Cuando tu ingenio y gracia me dieron una sonrisa que sólo se expresa con la mirada. Aceptaste los documentos de manos de la secretaria: reafirmaste mi altura y la dirección apostillada, suspiraste y sin una sola palabra, sin siquiera saber mi nombre, me invitaste a salir esa misma tarde. Tus talones produjeron un ligero “clac” tras una pirueta, diste media vuelta, reí y volví a la oficina.
Al llegar mi hora de salida te vi de espaldas, recargada en un árbol con cigarro en mano. Habías ya intercambiado el uniforme blanco por pantalones y una camisa color otoño. La ausencia de mangas largas acentuaba tu fuerza, un porte excepcional. Dije “Disculpe” con un titubeo que te soltó una carcajada. Extendiste tu mano y con un tono amistoso: “Disculpo. Mildred Taylor Elis, un placer.” Sonreí mientras acomodaba un mechón tras mi oreja con la mano que no estaba utilizando, “Margaret Hays, el placer es mío”. Ambas sabíamos lo que vendría. Teníamos claro que, en este momento, los romances como el nuestro no serían sencillos pero no había a quien rendir cuentas por lo correcto. Con los años hallamos la perfección; lo correcto éramos tú y yo.
Esa primera vez fuimos a tomar Schiltz en un café no muy lejano de la estación del tren. Había más chicas y uno que otro joven que, aún exento del despliegue al otro lado del océano, seguro daba su último au revoir. De inmediato, en la intimidad que iríamos a formar, me convertí en “Marnie”, para ti y nadie más. Según dijiste, era más adecuado que “Maggie”, y lo creo verdad. Aquel apodo era el de una chica muy prístina urgida por un suceso transformador que la dejara ser libre, como el espacio del que nos hicimos.
En nuestra conversación, las dos supimos de Thomas y Louis, asegurando que podríamos formar algo infinitamente más fuerte. Algunos hombres deseaban interrumpirnos mientras sus acompañantes acudían al sanitario, intentaron acercarse a nosotras pero tú supiste desviar sus intenciones con audacia. No tenías tiempo para otra cosa que no fuera oírme. Millie, tú ya tenías la vida resuelta. Ibas diez pasos más adelante que el resto y querías que siguiera tu paso sin chistar. Me creí lista durante nuestro tiempo juntas pero, demonios, no fue el caso. Una vez más, lo siento.
Sentenciaste ese día que la gente tenía el alma cuadrada. La muerte de Louis, como la narró el ejército, te parecía una atrocidad porque no fue en vano. Él era tu mejor amigo; se habían casado con tal de permitirse ser entre ustedes. También era como tú, como nosotras. En cuanto lo descubrieron, lo mandaron a las filas de matar para hacerlo un hombre de verdad. Desde la Depresión todo se había vuelto turbio y eso nos llevó a la guerra; eso lo sabía todo el mundo, pero tú estabas segura de que desde la anterior, la situación global era resultado del capricho de los hombres por sostenerse en el poder. El mismo capricho que mató a Louis porque, en el juego de unos cuantos, nadie se esmeró por entender que la ternura también es una posibilidad para la vida. “Él era eso y más”, dijiste con firmeza. Tu coraje me enamoró en un instante. En toda mi vida no había sentido la intensidad de admiración y cariño que se apoderó de mí aquella tarde. Quería estar a tu lado por el resto de mis días.
Lamentablemente, aunque sea verdad, por más roto que esté un corazón puede seguir latiendo. Los deseos de una son una cosa y los tiempos fríos en Belleville, en medio de la guerra, son otra. Nuestras labores urgentes y la vigilancia de las personas más chismosas en nuestros lugares de trabajo complicaron la soltura que necesitaba el amor. Corríamos riesgos, éramos conscientes de ello, pero me decías que Louis y tú, dentro de sus posibilidades, habrían encontrado las estrategias para no revelar sus más profundos secretos. Entonces, habitando la alternancia, fuimos llenando nuestros buzones de actualizaciones cotidianas o sueños compartidos.
Escribiste con la más grande dulzura sobre lo ansiosa que te ponía la idea de una tarde en la cama de cualquiera, sintiendo mis manos de hierbas, sencillas y amorosas. Mi cuerpo se quedaba quieto, absorbiendo tu deseo. Tus anhelos, Millie, siempre enfermos de amor, pero, ¿quién cuida a la enfermera cuando el mal está en ella? Implorabas por la vitalidad que te traía el recuerdo de mi mirada perdidamente enamorada, fija en el movimiento de tus labios por las palabras que jurabas que no alcanzaba a entender. Elaboramos juntas la devoción por la otra y jamás dudaste en decir que me amabas.
Alguna vez, la carta leía: “Marnie, devuelve a estas piernas hartas de andar la posibilidad de descanso que les robaste bailando la noche de ayer”. Me hubiera gustado obsequiarte una probada de mis sonrisas en cada lectura, y quizá aparecían en tu mente cada vez que me dije tonta por escrito. Tonta porque todos esos años me temblaron las manos, Mildred, de no poder sentir a diario la curvatura de tus brazos que me envolvieron tantas veces, pero tantas veces, en la seguridad de tus caricias. Como después de aquella víspera de Navidad en la que, por lo mucho que te interesabas por mis breves años de infancia en Alabama, mientras los vecinos se reunían a cantar las canciones de Crosby, tú y yo cocinamos la deliciosa receta de tomates verdes fritos del Whistle Stop Café.
¿Quién iba a ver un amor tan puro en dos chicas dejadas a su suerte por la violencia de otros? Vaya que supimos ocultarlo bien. “Dos amigas”, dirían nuestras compañeras de trabajo, mientras que las cómplices de los bares y cafés celebraban cada beso como si de un casamiento se tratara. ¿Qué habría sido de nosotras, Millie, de tener la oportunidad de pertenecernos para siempre bajo cualquier rito de unión luego de esos años? Una casa Elis-Hays con la que seguí soñando cada semana luego de los planos que trazaste en aquella servilleta, y los domingos de andar en bicicleta por la orilla del río Passaic. Cuántas veces te habría vuelto a dar aquel primer beso que yo impulsé sin aviso previo mientras jugaba con la arena de tus brazos en Asbury Park y tú leías a Gertude Stein para seguir enamorándome. Cuántas veces más caminaríamos a la luz de la luna por el malecón imaginando las figuras que tomarían las nubes cuando fuera hora de que saliera el sol. No lo sé. No importa más. Aquí estoy ya.
“Siempre que quieras verme…”, dijiste en la que creo fue tu carta más romántica, “...cierra los ojos e intenta, por un segundo, imaginarlo todo porque para mí, Marnie, tú estás en todas las cosas. Estás en las tazas de té que comparto contigo y en las que no, en las mañanas que cantan las aves, en el tic-tac del reloj a la espera de mi hora de salida del hospital, en las noticias buenas que se atreven a sugerir el final de la guerra, en las hojas que caen y las flores que crecen por los senderos, en las telas sedosas de la pijama que te presté y en la tinta que te piensa antes que yo y cuando menos me doy cuenta, mi amada, ya está dictando tu nombre. recordando tus manos sobre mi pecho que trazan su camino a las cuevas de la locura que me provocas, querida.
»Te amo y te he amado desde el día en que cruzaste el umbral de la sala de espera y me viste y supiste que yo era ya de ti, Hays. Tuya porque así Louis lo habría querido. Sé que volteó hacia donde estábamos para dar de brincos felices porque hallé lo que no sabía que estaba buscando. Margaret, mi Margaret, ¿será que sí lo entiendes?, que tú estás regada por todas las cosas, que ya no hay un mundo sin ti en esta vida y cabeza mía, que debo sostener con las dos manos para no perder cuando pasas frente a mí. No abandones, ni dejes de extrañar a esta pobre alma a la que sólo le quedas tú porque está cansada de este mundo. Marnie, promete que vendrás antes del día en que tu cosa, que se hace llamar Mildred, se quede sin palabras porque te las habrá obsequiado todas en sus cartas y no quedarán más por inventar”.
Mildred Taylor Elis, siempre te quise ver y como dejaste claro e instruido en esa carta tuya que leí hasta memorizar, cada que cerré los ojos por los sesenta años que le siguieron a mi despedida silente, como ahora que los he cerrado para siempre, has estado conmigo. No sabía qué iría a encontrar de este otro lado; nadie ha vuelto nunca a revelar la verdad, pero esperaba que tuviera algo que ver contigo. Decían que la muerte venía en la forma del recuerdo más feliz. Sé que no has venido por mí nada más, que lo has hecho por nosotras, lo que fue de ambas. Por todo lo que dejamos en la punta de nuestras lenguas sin hablar. Tiempo de sobra tenemos ahora para aquello pendiente y descubrir algo más. Somos mi recuerdo más feliz, Mildred. Finalmente puedo tomarte de las manos y testificar ante ti que no pasó un día durante el resto de mi existencia terrenal que no me mantuviera al filo de la puerta, esperando, entre la afonía de las casas replicadas, la oportunidad de regresar a ti. Ahora tú, siempre que quieras verme, podrás.